Nací en el barrio de San Roque de Afuera, que en los años cuenta eran solo cuatro casas, además de campos de cultivo y prados. Recuerdo perfectamente las fiestas que se hacían en la zona, así como las hogueras que hacíamos los chavales en San Juan y los carnavales, de los que se decía que no estaban prohibidos, sino que no estaban tolerados. Los disfraces que usábamos no eran más que ropas viejas y trapos de nuestros abuelos, mientras que la cara la tapábamos con unas caretas hechas también con tela o cartón, por lo que se rompían con facilidad.

Cuando íbamos en pandilla hasta la plaza de España y sus alrededores, algunas veces les tirábamos piedrecitas a los policías municipales para que corrieran detrás de nosotros. Los guardias tenían mucho cuidado de no pegar con la porra a las personas mayores que iban disfrazadas y con la cara tapada, ya que entre ellas podía estar el entonces alcalde, Alfonso Molina, acostumbraba a ir vestido de jeque árabe y que acudía a las fiestas de los barrios para bailar con la más joven y la más anciana de cada uno de ellos. Recuerdo haberle visto bailar en las fiestas de As Atochas y creo que fue el único alcalde que disfrutaba de los festejos como un vecino más.

Consiguió además que Franco y su mujer, Carmen Polo, acudieran en varias ocasiones a la romería de Santa Margarita a comer pulpo y sardinas, acompañados por su hija Carmencita. Cuando se murió, su féretro fue llevado desde el Ayuntamiento hasta San Amaro a hombros y en todo el recorrido hubo miles de personas para despedirse de él.

Esperábamos las fiestas como si fuera un milagro o un gran acontecimiento, ya que generaban una alegría enorme. En muchas casas se criaban cabritos, conejos o gallinas durante el año para luego matarlos en las fiestas. En el campo en el que se hacían los festejos se montaba un palco de la música con cuatro tablas y en los alrededores se instalaban las atracciones como las lanchas, el tiovivo, los caballitos, el martillo y el cohete al que se ponía un petardo en la punta, de forma que si le daba con mucha fuerza se hacía que estallara y se conseguía un premio, muchas veces un pirulí o una manzana bañados en caramelo.

Nos gustaban todas las fiestas, como las de San Pedro de Visma, Santa Margarita, Agra do Orzán, Silva de Arriba y Abaixo, Os Castros, Elviña, Palavea, Mesoiro, Bens y otros lugares. En aquellos años todos los barrios competían por tener las mejores fiestas y para eso se contrataban las mejores orquestas de la época, como La Radio, Siboney, Saratoga, Los Satélites o Mallo, que eran costeadas por todos los vecinos, ya que el Ayuntamiento no daba ni una peseta.

Uno de mis recuerdos de aquel tiempo es el que coche que tenía José Vidal, el mejor preparador de boxeo de Galicia, y que era un biscúter que dejaba aparcado junto a su casa, que estaba pegada al mar, por lo que cuando había temporal las olas lo arrastraban y en varias ocasiones lo tuvimos que sacar del agua para dejarlo en un sitio más alto. Era un coche tan pequeño que entre unos pocos amigos lo podíamos empujar sin problemas.

Mis primeras salidas de la ciudad fueron a Vigo con mi familia y amigos para ver partidos del Deportivo contra el Celta, aunque cuando estudié en la Academia Galicia también hice una excursión a Santiago en 1952 para ganar el jubileo. Guardo además un gran recuerdo de los Teresa Herrera de aquellos años, ya que era uno de los mejores trofeos de fútbol de España y en sus partidos pude ver a grandes jugadores como Pelé, Garrincha, Di Stefano, Kubala, Gento, Amancio y Luis Suárez.

En Riazor siempre había un gran ambiente en aquellos partidos, que llenaban a reventar el estadio, al que la gente llevaba empanadas, bistés, botas de vino, jamones y cervezas que se repartían entre la gente como si todos los espectadores fueran una gran familia. Aquel trofeo fue promovido por el farmacéutico Cristino Álvarez y el procurador José Trillo y sus ingresos se dedicaron a la beneficencia municipal en primeros años, mientras que después se destinaron a adquirir la primera bomba de cobalto que hubo en Galicia para el tratamiento del cáncer.

Tuve la suerte de presenciar en una de las fiestas de los años cincuenta la exhibición aérea y automovilística del gran piloto rumano el príncipe Cantacuceno, quien años después murió en un acto similar en Barcelona. Su avión, un aparato de la guerra mundial de color rojo, nos puso los pelos de punta al pasar entre las antiguas arcadas del estadio de Riazor, tras lo que pasaba junto a la torre de Maratón. Como la entrada era gratuita, miles de personas abarrotaron el estadio para ver el espectáculo, que terminó con una carrera de bólidos por las pistas de atletismo en la que varios de los participantes chocaron, momento en el que terminó la competición.