A Fernando Seoane sus "compañeros de estudios" le llamaban Antonio, por su abuelo. "Fui Fernando hasta los diez años, después Antonio, hasta que pude corregirlo", dice entre risas, con la vista clavada en el mostrador, el pelo blanco cayéndole sobre las orejas, los dedos jugando con un bolígrafo y rodeado de papeles de envolver con el nombre La Crisálida, la mercería que se vio obligada a emigrar hace unos meses, por las obras que van a acometer en el edificio en el que tuvo su sede durante más de veinte años, en el número 42 de San Andrés.

Fernando y su hermana Nieves hicieron la mudanza en unos carritos con ruedas, metiéndolo todo en cajas atadas con cordel que, semanas y semanas después, todavía no han conseguido deshacer. Desde entonces, hay un cartel en el número 54 de San Andrés que anuncia su llegada: "Ya estamos aquí", dice, aunque muchas veces, hay que leerlo a través de los agujeros de la verja blanca de seguridad.

"Abrimos todos los días, pero con el horario no somos muy estrictos", explica Fernando Seoane, al que no le importa tener la puerta abierta del negocio a las tres de la tarde y cerrada a las cinco. Habla sin prisa, con un ojo puesto en la puerta por si a algún cliente se le ocurre entrar. "En ocasiones, al cerrar, nos quedamos colocando cosas hasta la una o las dos de la madrugada. Alguna vez nos coge aquí el repartidor del periódico, así que, al día siguiente, no vamos a abrir a las diez, venimos a las once o así, porque nos levantamos molidos", comenta.

Habla de él y de su hermana Nieves, que se han pasado la vida en la mercería. Ambos son solteros y sin hijos, así que creen que La Crisálida se puede acabar con ellos, a no ser que "alguna hija de alguna sobrina" se anime a dar el paso de ponerse tras el mostrador o bien que alguien, como ya lo había hecho su madre en 1942, se atreva a cogerles el traspaso de la tienda y a darle una nueva oportunidad.

De jubilación no quiere ni hablar y saber su edad es casi imposible. "Estamos en el cuarto reemplazo" o "ya somos los que quedamos de la familia", dice Fernando cuando se le pregunta directamente y apenas hay manera de ligar las fechas que relata sin ningún esfuerzo con los años que atesora su memoria. Eso sí, recuerda que en 1942, "en plena Guerra Mundial", cuando él ya "era pequeño", un día de verano, estando en O Barqueiro, se ensombreció el sol. "Era un avión que iba a atacar a un petrolero alemán que estaba cerca de Ortegal", rememora, como quien lee un libro de historia escrito en su pasado. En ese relato, con el que se puede revivir la evolución de la ciudad en el siglo XX y principios del XXI, hay una página en blanco. "Un día de verano, acababa de llegar de O Barqueiro, ya estaba la tienda abierta y justo explotó el polvorín. Con tantos años y nunca fui a verlo", sonríe, sabiendo que, en realidad, no ha revelado su edad, aunque esa explosión esté documentada como ocurrida el 21 de marzo de 1942.

Fue también en 1942 cuando Pepa, la madre de Fernando y Nieves -y de otros seis hijos más, aunque una niña murió a los pocos meses de nacer- cogió el traspaso de la mercería La Crisálida, que para entonces estaba en el número 120 de San Andrés "frente al edificio de la Telefónica, en el actual 102", con la idea de darle un empleo a sus dos hijas mayores y a dos de sus sobrinas y de trasladar a toda su familia de Porto do Barqueiro, "a seis kilómetros por tierra de Estaca de Bares" a A Coruña. Para entonces, eran diez, el abuelo, que finalmente decidió quedarse en el pueblo, siete pequeños, un marido embarcado que le tuvo que firmar un poder en Cádiz para que pudiese ejercer la actividad comercial, y ella.

Dice Fernando que La Crisálida posiblemente le deba el nombre a un viajante de hilos de seda natural, que sabiendo que había una mercería llamada La Mariposa, optó por bautizar al negocio naciente con un nombre similar que forma parte ya del imaginario de la ciudad.

Con el paso de los años, la familia Seoane se mudó con todo el material al número 130, para entonces, ya no solo había medias de lana, ya habían llegado las de algodón y seda natural y, más tarde, convivieron con otras de nylon y poliéster. Hace unos veinte años se fueron al número 42, del que ahora se han tenido que ir, pero al que piensan todavía volver.

"Hay que vaciar las estanterías", comenta con una sonrisa en los labios y señala todo el capital que le rodea en su actual bajo alquilado. Dice que la calle ha cambiado mucho, pero que también lo ha hecho el mundo, así que, su sector no ha sido ajeno al devenir de la vida moderna. "Cuando empezamos estábamos en plena Guerra Mundial, había escasez de muchas cosas, vendíamos lo estricto de la mercería, agujas, hilos y algo más, bisutería, algún bolso de señora para ir a la plaza...", explica Fernando Seoane, que ha visto pasar por su tienda a generaciones enteras y ha visto palidecer la actividad comercial de la calle San Andrés, que llegó a tener "más de 16 negocios de telas" abiertos a la vez. "El sector de la mercería está cambiando, ahora la ropa se compra ya hecha, ya no se va al sastre ni a la costurera y eso también afecta", comenta, pero aún así, cree que el negocio tiene futuro. "Ahora hay 22 gruesos de hilo para hacer las medias de señora", se sorprende Seoane, rodeado de mercancía por colocar.

No se ponen fecha para la vuelta al número 42, porque al edificio han de ponerle "una boina y una gabardina nuevas", pero esperan que sea "cuanto antes", para que en su escaparate luzcan, de nuevo, los mantones y los calcetines de colores.