Nací en la calle San José, donde viví hasta que me casé, por lo que mi infancia y juventud transcurrieron en la zona de la plaza de España. Recuerdo que mi calle aún estaba sin asfaltar en los años cuarenta, por lo que los niños podíamos jugar en ella sin problemas, ya que apenas había tráfico, tan solo el de los carros tirados por caballos y las bicicletas de la gente que las usaba para ir a trabajar.

Mi primer colegio fue la Grande Obra de Atocha, del que pasé al Instituto Masculino para estudiar el bachiller. En la Grande Obra fui monaguillo y miembro de la rondalla del colegio, en la que también tocaban los Gayoso, cuya familia tenía una dulcería en la calle Panaderas. Mis compañeros en aquellos años fueron Jesús Martínez, Suso Vecino, Carlos Pérez, Luis y Manolo Ares, Antonio Ferreiro y Alberto Sánchez, mientras que la pandilla de mi calle estaba formada por los hermanos Julio y Óscar Medín, Luis Caridad, Gerardo Mateo y Juan Manuel Iglesias Mato, quien muchos años después sería concejal coruñés.

Con todos ellos tuve la suerte de pasar unos años maravillosos jugando en el Campo de la Leña, donde había unos barracones en los que se vendía de todo, como piñas, leña o ropa, y que los festivos se utilizaba como campo de la feria. Recuerdo que a quienes vendían allí se les llamaba chambones y que las piñeras llegaban con grandes sacos cargados sobre mulas. Cuando se acababa la venta, los chavales íbamos a recoger los cientos de piñones que quedaban tirados para comerlos o para dárselos a los pájaros que teníamos en casa.

Tras finalizar el bachiller, estudié programación de ordenadores en el Centro Español de Nuevas Profesiones, ya que en aquella época algunas empresas empezaban a tener los primeros equipos de IBM. Mi primer trabajo fue de comercial en Abengoa, tras lo que pasé a las empresas eléctricas BJC, Eunea y General Cable. Terminé mi vida laboral como representante y agente comercial de más de quince empresas, entre las que destaco a ELF, Famatel y Airfal. En esos años me casé con Loli Buide, con quien tengo tres hijos, Enrique, Alfonso y María, quienes nos dieron una nieta llamada Helena.

Recuerdo que en mi época del instituto, muchas veces me enganchaba al tranvía para no ir andando, al igual que otros chavales, a los que nos echaba la bronca el cobrador para que nos bajáramos, aunque nunca le hacíamos caso. Nuestros juegos los hacíamos en la calle o en los portales de las casas, que siempre estaban abiertas, ya que las llaves eran muy caras y para cerrarlas tan solo se usaba un cordón del que al tirar se abría la puerta, lo que hoy sería impensable.

Mi pandilla disfrutaba mucho de las fiestas de carnavales en el barrio, ya que íbamos detrás de los que se disfrazaban para quiénes eran, ya que en aquella época estaba prohibido taparse la cara o disfrazarse de mujer, por lo que si los guardias les veían les perseguían para multarles.

Cuando conseguíamos ruedas de acero, hacíamos carritos de madera para tirarnos por las cuestas, como la de Atocha Alta, por lo que bajábamos a toda velocidad, de forma que algunas veces chocábamos contra las puertas de las casas y otras se nos rompía el carro y nos dábamos de morros contra la tierra o los adoquines.

No me puedo olvidar de los domingos y días de fiesta en los que a partir de los quince años bajamos a pasear a la calle Real y las de los vinos para pasar el rato viendo a las jovencitas, que también hacían lo mismo. Después de varias horas de gastar suela, volvíamos para casa y por la tarde hacíamos lo mismo o íbamos al cine, especialmente al Hércules para meternos con el acomodador Chousa, o al baile.

Ahora, ya jubilado, me reúno con nuevos amigos como Arana, Inocencio, Neira, Miguel y Carrillo, así como con los de mi niñez para pasar buenos ratos recordando los viejos tiempos.