Nací y me crié en la calle Rioja con mis padres, Manuel y Concepción. Él fue carpintero en la empresa Chas, donde reparaba los vagones de los trenes en los talleres que había junto a los antiguos depósitos de la Campsa, en lo que hoy es el parque Europa, mientras que mi madre siempre se dedicó a las labores de la casa.

Mi primer colegio fue el Curros Enríquez, en el que solo estuve dos años, ya que luego pasé a los Salesianos, donde terminé el bachillerato elemental, momento en que dejé los estudios porque no me gustaban y preferí ponerme a trabajar para ayudar en casa y tener dinero para divertirme con los amigos, ya que el sueldo de mi padre no daba para mucho y había que hacer muchos sacrificios para llegar a fin de mes.

La pandilla de mi calle estaba formada por Álvaro, Carlos, Agustín, Antonio, Lama, Chus, Julio, Jaime, Barral, Portela y José, aunque también tengo que mencionar a mis compañeros de los Salesianos, como Marzán, Otero, Iglesias y Fernando, con quienes hice muchas trastadas en el recreo del colegio, como cuando nos metíamos con los niños finolis que nos miraban por encima del hombro cuando hablábamos en gallego. Aunque luego los curas nos castigaban, nos daba igual porque lo pasábamos bien así.

Solíamos jugar en el monte del Polvorín, el campo de la Luna, el Campo de Marte y el llamado de La Coruña, en la zona de San Amaro, donde se hacían las famosas merendiñas. Allí también había un merendero y el pequeño astillero de Manolo el de las lanchas. Uno de nuestros juegos favoritos era hacer carros con ruedas de bolas para bajar las cuestas haciendo carreras. Las ruedas las comprábamos en la ferranchina de la señora Balbina, para lo que durante muchos días buscábamos por todas las obras y casas abandonadas toda la chatarra y trapos que podíamos.

Algunas veces juntábamos el dinero que conseguíamos y lo gastábamos en el futbolín del bar del señor José, en la calle Orillamar, mientras que otras nos daba para ir al cine Hércules, donde teníamos que tener cuidado para no enfadar al acomodador Chousa cuando se montaba follón, ya que no tenía reparo en echar a toda una fila de asientos a la calle aunque no fueran los responsables. Hay que decir que el pobre tenía un gran aguante, ya que la mayoría de los chavales se metía con él si la película era mala o se rompía, así como si se cortaba la corriente.

De esa época me acuerdo sobre todo del señor que vendía helados por la calle y que llevaba una barra de hielo que nos granizaba en un cucurucho al que luego le echaba líquidos de varios sabores, por lo que era como lo que luego serían los polos. Para los chavales era muy famosa la tienda de Tomás, en la que se vendía de todo y en donde comprábamos anzuelos para pescar, cañas de escoba, alpiste, vizgo para cazar pájaros, palo de algarroba y arenques por unidades. Cuando buscábamos aventuras íbamos hasta la cantera de la Termac en Adormideras, donde mi padrino era vigilante, y cuando salía el tren cargado de piedras para el dique de abrigo, nos enganchábamos para ir hasta la Hípica y el cuartel de la Maestranza, donde los centinelas siempre nos llamaban la atención.

Empecé a jugar al fútbol en el Torpedo de Orillamar, pero como el trabajo no me dejaba tiempo, decidí jugar solo en peñas como A Nasa, Cafetería Miño y General Óptica, hasta que una lesión me impidió seguir. Después de la mili me casé con Isabel, una coruñesa de Monte Alto con quien tengo dos hijos, Óscar y Adrián.

A los quince años entré a trabajar en el comercio de ropa Aciga, en San Andrés y al poco tiempo pasé a la empresa Mecanox gracias a mi amigo Portela, en la que trabajé cinco años montando falsos techos. Tras hacer la mili, estuve haciendo chapuzas y luego entré en la empresa de alimentación Albresa, en la que estuve el resto de mi vida laboral. Empecé de repartidor y acabé de encargado de logística.

En la actualidad soy presidente de la peña deportivista O Tizón y sigo los pasos de mis hijos, que juegan en el Atlético Coruña y en el Somozas.