De los que fueron jueces de Betanzos, mi pueblo, dos sobresalen en el recuerdo, aunque por razones diversas. Ocupa la memoria de mi infancia Ramón Carballal Pernas, y la de mi juventud, César Álvarez Vázquez. Por la razón que el lector verá, quiero ahora evocar al segundo. Era hombre de carácter abierto, extrovertido y hablador, rompía el estereotipo de juez adusto, serio y distante; amigo de contar sucedidos y anécdotas, era amable, accesible a todos, virtudes todas estas que le hicieron muy querido en el pueblo.

Si el vocablo vocación es, en su sentido etimológico, llamada, debo concluir que, en mi caso, él la encarna gráfica y literalmente. Cuando supo que yo estudiaba Derecho, me instó varias veces a que fuese a verle al juzgado. Yo daba largas a la cita, pero cuando advertí que su insistencia hacía que mi resistencia pareciese descortesía, me decidí a acudir, sin saber a ciencia cierta la razón de la cita. Entré en aquel despacho pequeño y austero; me invitó a sentarme y, ya frente a él, me espetó inesperadamente: "A ver, dime, qué diferencia hay entre obligaciones divisibles e indivisibles." Confundido y sorprendido, algo debí farfullar. En cualquier caso, sirvió de pretexto para que él hiciese sus comentarios acerca de aquellas dos figuras jurídicas. Yo no podía imaginar entonces que aquel era el comienzo de una singular relación discipular. Si lo normal es que sea el alumno quien busque y acuda al profesor, en este caso ocurrió justamente al revés, fue el profesor quien, deseoso de enseñar, buscó al alumno, y en tal concepto y categoría me instituyó, de modo que con regularidad empecé a acudir a su despacho con una lección aprendida. Sus explicaciones y comentarios útiles y amenos, fueron un importante auxilio en mis encuentros y desencuentros de estudiante con el mundo del Derecho. Él me abrió ventanas y pude conectar lo que la letra escrita decía con la realidad. Enseñanzas, anécdotas, reflexiones, todo iba en su discurso que yo escuchaba silencioso, consciente de mi papel de "amado Teótimo".

Fue, en definitiva, el primer juez que conocí de cerca, y su trato frecuente, su entusiasmo por el Derecho y su devoción por la Justicia, influyeron, sin duda alguna, en mi decisión de hacerme juez; en realidad, creo que no hubo tal decisión entendida como instante o acto reflexivo y concreto de voluntad; cuando llegó el momento de emprender un camino, la idea ya estaba ahí, imperceptiblemente fraguada. Con él empecé la preparación de las oposiciones, hasta que unas fuertes corrientes marinas que atraparon mi corazón, me trajeron desde la pequeña ría de Betanzos hasta esta esplendorosa ría viguesa, donde proseguí y terminé mi preparación con Julián Sansegundo.

César Álvarez ha fallecido recientemente. La noticia ha removido en el fondo de mi memoria recuerdos adormecidos que de pronto han vuelto con vívida nitidez. La muerte es como un golpe fuerte, seco, que abre en la memoria una oquedad en la que de pronto resuenan ecos del pasado.

Pero nadie muere del todo mientras haya alguien que evoque su recuerdo. Sobrevivimos en el testimonio y en la memoria de los otros, y al final, cuantos más sean esos otros, más sobreviviremos, habitantes de la memoria ajena; y si es así, no estamos, al final, en el mundo de los muertos, sino en el de los vivos, revividos en la remembranza de los que pronuncian nuestro nombre. Por eso decimos de los grandes hombres que son inmortales, porque perduran en la rememoración sucesiva de generaciones. Solo moriremos plenamente cuando ya nadie, ni los descendientes de nuestros descendientes, nos llame por nuestro nombre. Ese día en el que nadie pueda dar testimonio de que alguna vez fuimos, pasaremos al osario anónimo y ceniciento del olvido definitivo; moriremos entonces del todo y para todos; será el momento de nuestro final cierto y verdadero, invisibles ya para siempre en la indescifrable infinitud del tiempo? ¡como si nunca hubiéramos existido!

Descanse César Álvarez en la paz de un rincón predilecto de mi memoria, al abrigo de todo olvido, donde guardo su imagen y el recuerdo de la dedicación generosa de su tiempo a aquel muchacho que era yo, en el que sembró el deseo de ser juez.

Un día me dijo que de todo lo bueno que de él hubiese recibido me hacía deudor para con otros, frente a los que me hizo asumir el compromiso moral de su traspaso. Su marcha ha reavivado la vigencia y vínculo de tan grave compromiso, no fácil de cumplir con la altura y bondad con que él lo supo hacer conmigo.