Nací y me crié en la calle Cortaduría, en la Ciudad Vieja, donde viví con mis padres, Saturnino y Teresa, y mi hermana Charo. Mi padre fue jefe de taller en la Renfe, primero en la Estación del Norte y después en la de San Cristóbal, donde se jubiló, mientras que mi madre se dedicó a las labores de la casa. Mi primer colegio fue el de los Tomasinos, en el que estuve hasta los nueve años, y luego pasé a los Salesianos, donde estudié hasta los quince años, ya que terminé en los Dominicos, donde hice el bachiller superior. Al terminar la mili hice unas oposiciones para funcionario del Estado y mi primer destino fue el País Vasco, donde estuve casi una década, tras la que regresé a la ciudad, donde desarrollé el resto de mi vida laboral.

Mis amigos de la niñez fueron los de mi barrio, como Rafael Redondo, Manolo Barreiro, Vilameá, Lele, José Antonio, Rubiños, Celso Madriñán, Bonigno, Merchi, Rosa Mari, Piri, Amparito y Encarnita, entre otros, con quienes mantengo la amistad, ya que me reúno habitualmente con ellos para recordar los viejos tiempos. Puedo decir que mi infancia fue maravillosa a pesar de las grandes penurias que se pasaban en aquellos años, ya que solo los niños de familias bien podían tener juguetes o un simple balón, por lo que nos las ingeniábamos para jugar con cualquier cosa.

Como mi padre trabajaba en la Renfe, le pedía que me trajera rodamientos de acero viejos para construir con ellos carritos de madera con los hacíamos carreras por la Cuesta de San Agustín o cualquier otra calle con pendiente, con lo que nos lo pasábamos muy bien, aunque también nos hacíamos grandes rozaduras y nos rompíamos la ropa y los zapatos, por lo que al llegar a casa nos caía una buena bronca y un castigo.

También solíamos jugar en las peñas grandes del Parrote y por los varaderos de esa zona, y algunas veces hicimos trastadas en el torno en el que las monjas de la Ciudad Vieja secaban la ropa del convento. También me acuerdo del famoso secuestro del niño Pepito Mendoza, que tuvo en vilo a toda la ciudad y fue tanto el miedo que tuvo la gente, que durante los días que duró nuestras madres no nos dejaban salir a jugar a la calle y cuando le liberaron, toda la ciudad bajó hasta el Obelisco, donde vivía, para verle en la ventana de su casa.

Como nos gustaba mucho hacer gamberradas, íbamos al cementerio de San Amaro a coger de sus cipreses las pepitas cheirentas que luego echábamos en cualquier sitio que hubiera conocidos, así como en el cine. Un día soltamos tal cantidad que tuvieron que desalojar la sala porque no se aguantaba con el olor.

Las mañanas de los domingos las dedicábamos a pasear de arriba a abajo por la calle Real y los Cantones para ver a las chavalas y que ellas nos vieran. También íbamos a la Tómbola de Caridad para conseguir las postalillas que se vendían con las rifas y que la gente tiraba. Tuvimos la suerte además de participar como extras en el rodaje de la película Camarote de lujo, en la que hicimos de niños que seguían a los artistas que subían al barco que estaba en el puerto.

En verano nos íbamos a la playa del Parrote, donde aprendimos a nadar todos los niños del barrio y donde un día me apostaron a ver si era capaz de ir nadando hasta el muelle del Este, al otro lado del puerto, donde acababan de construir la nave de Pebsa, la empresa bacaladera. Recuerdo que tardé en llegar pero lo hice sin problemas. Más tarde comenzamos a hacer la travesía del dique de abrigo desde las rocas de la Maestranza o el transformador de la Termac.

Fui además testigo de una de las gamberradas del famoso Clemente el de la bicicleta, que cuando llegó la Vuelta a España a la ciudad alquiló una en el local del Orzán y se coló en el Cantón como si formara parte del pelotón y todo el mundo se puso a aplaudir hasta que se dio cuenta de quién era.