Ricardo Guzmán tiene catorce años y dejó Caracas (Venezuela) hace un año y medio. Su historia entronca con la de Tonecho Monzón, a ambos les separan muchos kilómetros, aunque ahora hayan coincidido, y los dos tienen en común la experiencia de haberse separado de su lugar de origen, de haber cogido la maleta y empezado de nuevo. La clase de tercero de Secundaria del colegio Salesianos se convirtió la pasada semana en su punto de encuentro. Y es que Afundación celebró una reunión intergeneracional con estos alumnos y con seis de los usuarios de su centro de mayores.

Tonecho Monzón les habló a estos jóvenes de Suiza, de cómo cogió los bártulos y descubrió "otro mundo", un país donde no se tiraban papeles al suelo y donde, ya en el año 1968, los dueños de los perros eran responsables de limpiar la calle si sus mascotas la ensuciaban.

En la era de la mensajería instantánea, de las videollamadas y de los vuelos baratos, los adolescentes se maravillan con las historias de los que podrían ser sus abuelos, con que padres e hijos pasasen meses sin noticias unos de otros, con que viajasen durante meses en barco y con que llegasen a un país sin saber nada de él, sin haberlo visto ni en fotos. La responsable del área de Envejecimiento Activo de Afundación, Sabela Couceiro, destaca de estos encuentros la "emoción" que surge entre los niños y los mayores. "Aprenden historia y lo hacen en primera persona, porque ellos se la cuentan, les dicen cómo fue su experiencia de emigración, pero también les hablan del contexto social, económico y político. Es beneficioso para las dos partes, los mayores se sienten escuchados y los jóvenes aprenden cosas que no salen en los libros", explica.

Para María Jesús Monzón, Suiza era su hogar y pasó unos días complicados cuando sus padres decidieron que, si no se volvían cuando ella tenía doce años, ya no sería posible regresar a Galicia, porque ella querría quedarse en su hogar, en el país que la había visto nacer, el de "la puntualidad", el que "no tenía deberes" y aquel en el que no existían los castigos.

Ricardo Guzmán se despidió de sus padres en el aeropuerto de Caracas hace un año y medio y se subió a un avión con su abuela y su hermana con destino a Barajas, dice que nunca lloró tanto como cuando les tuvo que dar el último abrazo. Y es que su emigración no era buscada ni hubiese sido la que él hubiese elegido de poder hacerlo. "Tienes que dejar atrás todo lo que hiciste, todo lo que conoces y es difícil de llevar", explica. A veces se le hace cuesta arriba y tiene claro que le gustaría volver, aunque no para vivir "por ahora".

"La emigración me enseñó a respetar", les dijo a los estudiantes de Salesianos Tonecho Monzón, como quien desvela el lugar en el que esconde el más valioso de sus tesoros.

A Ana Vázquez Corredoira, también de catorce años, la emigración le toca tangencialmente, por eso le llaman más la atención las historias de Ángel Iglesias, de Casimira Araújo, de Celestino Mayo, de Joaquín Loncan, de Michelle Semanedi y de Rosa Pereiro. Le impresiona "su fuerza de voluntad", su determinación para "salir adelante con su familia" y para sobreponerse a las dificultades. "Además de adaptarse, de aprender un idioma y de trabajar, uno de ellos estuvo malo y tuvo que pasar la enfermedad solo y eso no es fácil", comenta Ana.