Nací en el lugar de O Sixto, en Meicende, donde viví con mis padres, Jesús y Ángela, y mis hermanos Manuel, María y Teresa. Mi padre, que fue albañil, fue muy conocido en la zona como Chucho de Andrea, mientras que a mi madre la conocían como Angelita la Maragata.

Mi primer colegio fue el de la profesora Nieves, en el que estuve primero en el que tenía en Meicende y luego en otro que estaba en la ciudad, junto a la Fábrica de Cerillas. A los catorce años me mandaron al colegio O Carballo, de San José de Arriba, pero tuve que dejarlo para ponerme a trabajar como aprendiz en un taller de fontanería en Santa Catalina, al lado del desaparecido comercio de Cuenca y Botana. Allí aprendí todo lo que hacía falta de ese oficio, lo que me permitió luego entrar en Aluminios de Galicia, aunque años después dejé la empresa para establecerme por mi cuenta en Meicende y trabajar por toda España.

Mi pandilla de amigos de la niñez y la juventud la formaron Paquito, Pan, Candame, Balay, Lolo Fuentes, Corgo, Pereira, José Luis y los hermanos Catuchas. Fue la pandilla más numerosa que hubo en Meicende, desde donde bajábamos a la ciudad andando o en el autocar de la empresa Benito, aunque también lo hacíamos en la furgoneta de Aurelio, en la que cabíamos todos.

Como fue una época de muchas carencias, casi todo el tiempo jugábamos a la pelota, que hacíamos con trapos y que nos duraban muy poco, aunque como había muchos calcetines a secar en los tendales de las casas, nos hacíamos con alguno para fabricar otra. A partir de los diez años empezamos a ir a la ciudad en busca de más diversiones, como el cine. Solíamos ir al España y al Equitativa porque eran de sesión continua y si no llegábamos a tiempo podíamos quedarnos a ver la película cuando empezaba otra vez. Me acuerdo de ver allí La mula Francis, Fu Manchú ataca, Tarzán y la serie de El Zorro.

Los chavales llamábamos a esos cines los del ZZ porque cuando empezaba y terminaba la película el acomodador subía para rociar ese famoso insecticida por todas las butacas y las cabezas de los niños, aunque había tantas pulgas en aquellas salas que nos pasábamos la función rascándonos.

En aquella época estaba muy de moda acudir a las fiestas que se hacían en todos los barrios de la ciudad, en las que las pandillas nos conocíamos unas a otras, aunque había que tener cuidado de no bailar con la novia de un miembro de otro grupo para no enfadarles. A nuestra pandilla la conocían como la de las gabardinas blancas, ya que las llevábamos siempre en invierno, y fue muy conocida en Carballo, en cuya fiesta de San Juan conocí a la que luego fue mi mujer, María del Carmen, con quien llevo casado cincuenta años y con quien tengo tres hijos - Carlos, Sergio y Sandra- que nos dieron seis nietos: Pablo, Javier, Antonio, Alicia, Alba y Noa.

Al empezar a trabajar, la mayoría de nosotros pudimos tener más soltura al salir y empezamos a desplazarnos a los bailes de las afueras, como El Seijal, El Moderno y La Perla, a la que íbamos en la lancha de Mera o en el autocar de la empresa A Nosa Terra. También acudíamos a los bailes de salón de Pastoriza, el salón Eva de Arteixo y el Macías de Carballo, en los que había un gran ambiente, mientras que en la ciudad los que más nos gustaban eran La Granja, el Finisterre, Santa Lucía, el salón Vizcaya, el Saratoga de Monelos y el Sallyv, que era el más moderno de todos. Más tarde empezamos a ir a las discotecas, como Chaston, Chevalier y Volvoreta.

Jugué al fútbol en el equipo de la Peña Ciclón, de Meicende, y también lo hice en los partidos de solteros contra casados que se hacían en las fiestas de nuestra localidad. En la actualidad, todos los que fuimos miembros de la pandilla nos reunimos como exalumnos del colegio de San José, cuyo profesor se llamaba José Sueiro Danza, para pasar unas veladas agradables recordando nuestras vivencias de los años cuarenta en adelante en las que disfrutamos de todo en una época en la que no había prisas.