No es fácil ver el modo en el que la miseria se hace fuerte e indestructible. Y menos en una ciudad de tamaño medio como A Coruña, con un pasado lejano de éxito en sus políticas sociales. De forma sistemática, la izquierda se desgañita en proponer avances y la derecha esgrime un delirio autorreferencial de caridad. No es fácil pero es posible.

A Coruña, desde hace algo más de cuatro años, se ha visto colonizada por esa "costumbre" que tienen los sin techo de dormir en los cajeros automáticos de los bancos (una ironía macabra, sin duda). Una ronda nocturna por cualquier barrio, nos permite apreciar esa exhibición de neón y orín al lado de la cual pasamos sin querer molestar ni ser molestados, no vaya a ser que se nos menee algo. Nosotros arriba del portal, ellos abajo y bien iluminados; como en el zoo. De momento, ese campamento virtual que se levanta a las ocho de la mañana, parece estar controlado. Se trata simplemente de mugre y pobreza, repartida de manera democrática y sin solución a partir de las once de la noche; en cada cajero automático, en cada contenedor. Nada preocupante.

Los últimos coletazos de las políticas sociales del pasado, sustentan de manera endeble un sistema que está a punto de derrumbarse. Y con él se desmoronan las intenciones de una nueva izquierda que se cree salvadora pero ignorante de los mecanismos de regeneración social. Y se alimenta esa falsa receta de hacer el bien, propia de los conservadores. La miseria no es solo patrimonio de los que ya son pobres; la miseria es la amenaza más cruel y silenciosa que depara el futuro.

Entre tanto, quienes la han padecido la relatan con pelos y señales a los postres de una comida de domingo, del mismo modo que diseccionan una victoria en el mus. Quienes ven cómo se va quebrando su presente, se resisten a reconocer un futuro nada halagador. Los que se inician a la vida adulta, bastante tienen con cumplir alguno de los objetivos para los que fueron educados. Y los que nunca la han padecido ni conocido, no le otorgan el grado de relevancia.

Es muy mala la miseria, muy mala. Una enfermedad de lazareto. Como a esos tuberculosos de posguerra que salían en desbandada a solazarse cuando los demás ya nos íbamos a comer. Quien crea que podemos solucionar esta pandemia arrimándola hacia el confín de la ciudad, en lugar de usar una estrategia de conjunto y cooperación sostenible, se equivoca. Y quien no la gestione como una enfermedad social a la que hay que eliminar con precisión quirúrgica, sin melodramas ni golpes de pecho, camina lejos de conseguirlo.

Mientras, al igual que la muerte, la miseria está empezando a desarrollar un abrumador espíritu democrático. Luego vendrá la violencia. Pero para entonces, ya habremos mudado nuestro grado de relevancia.