La conjunción de las sinfonías Sexta y Octava en un programa parece una idea feliz por varias razones: las dos están escritas en Fa mayor y es el único caso en que, dentro del ciclo, se repite la tonalidad; ambas carecen de contenido heroico: la Pastoral es lírica y contemplativa y la Octava, delicada y con un notable sentido del humor; en fin, una y otra pertenecen a la serie de las sinfonías pares. Dentro del ciclo sinfónico de Beethoven, suelen considerarse como las mejores las sinfonías impares: Primera, Tercera, Quinta, Séptima y Novena. Es una singular coincidencia, pero este reduccionismo obvia dos obras maestras que son precisamente las dos partituras que se interpretaron el pasado miércoles: Sexta y Octava. Son muy diferentes en contenido e incluso en duración porque la Octava es la más breve de todo el ciclo (la Primera casi la iguala) y la Sexta es de las más largas, si se exceptúa la Novena. Lamento tener que decir que la versión de la Octava no es digna de nuestra Orquesta: dirección brusca, metales fuera de contexto, tuttis desmesurados, desajuste en el fugato del cuarto tiempo; hasta el minuetto fue interpretado con una violencia inadecuada. ¿Dónde la sutileza y el humor de esta encantadora sinfonía? Me satisface enormemente poder decir que la Sexta fue todo lo contrario: lirismo, fraseo delicado y elegante, refinamiento en la dinámica, con unos arcos maravillosos, perfecto encaje de los metales en el conjunto (y es preciso hacer una mención especial para el trompa, David Bushnell) y puesta en valor de la excepcional calidad de nuestras maderas. Dima, extraordinario. Sinceramente, no sé que pensar de este concierto que ha tenido -Jano bifronte- dos caras tan opuestas.