Nací en la entonces plaza del General Mola, junto a San Andrés, donde viví con mis padres y mis tres hermanos, todos ellos fallecidos. Nuestra casa era propiedad de la Caja de Ahorros y en ella ya habían vivido mis abuelos, aunque tuvimos que dejarla cuando yo tenía dieciocho años porque las tiraron para construir unas nuevas, por lo que a finales de los años cincuenta nos fuimos a vivir a la calle Faro, de donde me mudé a la calle del Socorro cuando me casé.

Mi primer colegio fue el de los Salesianos, del que me echaron por mal comportamiento, por lo que mis padres me enviaron al Saldaña, en Panaderas, donde terminé mis estudios primarios. Fue entonces cuando me puse a trabajar para ayudar en casa, ya que el trabajo de mi padre, que era marinero, no daba para mucho. Me enrolé como fogonero -o palero, como así se decía- en un mercante llamado Manuel, en el que sudé la gota gorda durante años, hasta que tuve que hacer el servicio militar en Ferrol, a cuyo término me casé.

Como me tocó estar en la Escuela de Mecánica Naval, pude obtener el título de esa especialidad, lo que me permitió navegar durante mi vida profesional en todo tipo de buques mercantes y de salvamento hasta que pasé a Varaderos Lazareto, donde fui jefe de dique hasta mi jubilación. También colaboré con la Cruz Roja del Mar como mecánico de la ya famosa lancha de salvamento Blanca Quiroga.

Mis primeros amigos de la calle fueron Javier, Jacobo, Eduardo, Ulce, Tonecho, Santos, Gonzalo y Antonio Díaz, con quienes viví mis juegos y aventuras. Uno de los lugares a los que íbamos a jugar era la antigua Fábrica de Gas, donde cogíamos pequeñas bolas de carburo que tiraban a una estercolera que había cerca y las usábamos para hacer petardos.

A partir de los catorce años comenzamos a ir a todas las fiestas de la ciudad, entre las que para mí las mejores eran las de San Roque y la Ciudad Vieja, sobre todo en la época del alcalde Alfonso Molina, que nunca se las perdía, por lo que como estaba soltero, todas las jóvenes del barrio andaban locas detrás de él en cuanto aparecía. También empezamos a ir a los bailes con más solera, como el salón Lux, en Peruleiro, conocido entre nosotros como Kansas City por los muchos follones que se armaban entre los jóvenes que acudían allí. Para llegar a ese local muchas veces íbamos enganchados en el tranvía número tres, que cogíamos en Juana de Vega.

Cuando íbamos a El Seijal lo hacíamos en el tranvía Siboney, pero si a la vuelta lo perdíamos, teníamos que ir andando, lo que nos llevaba varias horas. Alguna de las veces que fuimos a la sala El Moderno, en Sada, el camino de vuelta también lo tuvimos que hacer andando y nos llevó casi toda la noche, aunque en aquella época no había prisa por nada.

Después de mis dos primeros años de trabajo me tomé casi uno entero de vacaciones y me dediqué a disfrutar del dinero ganado y a practicar el boxeo disputando varios combates en el centro Santa Lucía y en Carballo, donde me pagaron 150 pesetas por cada pelea, aunque como me daban por todos los lados, decidí dejarlo.

En la actualidad, ya jubilado, acudo con mis amigos de siempre y otros nuevos a todas las fiestas y bailes de la tercera edad que organiza el Ayuntamiento en los centros cívicos, en los que lo paso fenomenal y además conozco a mucha gente, sobre todo amigas.