Nací y me crié en la calle Sexta del Ensanche, hoy Oidor Gregorio Tovar, donde viví con mis padres, Valentín y Dolores, y mis hermanos Alberto y Carlos. Mi padre fue trabajador de Aguas de Santa Margarita, cuyo dueño, Manuel, era gran amigo suyo y tenía también el famoso ultramarinos Madrid-Coruña. El reparto de gaseosas por toda la ciudad permitió a mi padre conocer a mi madre, que vivía en Os Castros.

Tengo grandes recuerdos de mi abuelo Nicolás, quien vivía en Vioño y fue maestro, aunque durante la Guerra Civil estuvo un tiempo en la cárcel y después volvió a ejercer la enseñanza. Mi primer colegio fue el Koka, que estaba en mi barrio y en el que estudié hasta que fui a la Escuela del Trabajo, donde solo estuve dos años, ya que me puse a trabajar en la empresa maderera Eulogio y Lameiro, cuyo almacén estaba al lado de la desaparecida Fábrica de Cerillas, en una cuesta que daba a la calle de A Falperra.

Allí controlaba toda la madera que se fabricaba, mucha de la cual se enviaba a un solar de la calle San Vicente en el que luego se construyó un gran edificio en el que se instaló el comercio de Muebles Villas. Trabajé allí hasta los veinticuatro años, edad a la que pasé a Isolux, empresa en la que trabajé diez años. Más tarde ingresé en la Xunta como conductor de Portos de Galicia, actividad en la que terminé mi vida laboral. Me casé a principios de los sesenta con María Agustín, con quien tengo dos hijos, Francisco y Luis, y un nieto, Álvaro.

Mis primeros amigos, con quienes compartí grandes momentos en aquellos años de infancia, fueron Amónico, Jai Blanco, Luis el del autocar del Deportivo, Mocho, Julio el chatarrero, Tino y lancina. Jugábamos en la calle, que estaba sin asfaltar, así como en los campos de los alrededores y en los portales de las casas cuando llovía. Recuerdo la zona de la fábrica de zapatos de Ángel Sena, en la que había un gran prado y árboles en el que jugábamos al fútbol con pelotas de trapo, al igual que en el Campo de la Peña, que después se convertiría en el barrio de Os Mallos.

También jugábamos en la explanada de la Estación del Norte, así como en la Granja Agrícola, el monte de Santa Margarita, la aldea de Pénjamo y el lugar donde se construyó luego la iglesia de San Pedro de Mezonzo. Teníamos la suerte de que apenas había tráfico, por lo que podíamos estar tranquilamente en la calle y solo teníamos que estar pendientes del paso de carros tirados por mulas que llevaban boliches, gaseosas, hielo, lejía o madera.

Los primeros cines a los que fuimos eran el España, Monelos, Gaiteira, Cuatro Caminos y Doré. Al ese último tenía la suerte de pasar gratis porque mi padre llevaba las gaseosas al ambigú y conocía al dueño, Severino, que también era el proyeccionista y tenía un taller de electricidad en Cuatro Caminos donde arreglaba aparatos de radio.

Cuando cumplimos doce años nos dejaron bajar solos al centro, donde veíamos los escaparates de los comercios de juguetes, como El Arca de Noé, Moya o Tobaris, donde veíamos los juguetes con los que soñábamos que nos trajeran los Reyes, aunque la mayoría de ellos no estaban al alcance de las familias trabajadoras de mi época.

Menos mal que teníamos los tebeos que cambiábamos entre los amigos o en las librerías del barrio, como la de Aurorita en la calle Vizcaya o El caballito blanco en la calle Asturias, donde por una peseta podíamos cambiar un montón de tebeos. Recuerdo además que en los años cincuenta esperábamos por las fiestas de los barrios con ansia para pasarlo bien, sobre todo en las de San Luis, Vizcaya, Falperra, o Gurugú, además de la romería de Santa Margarita, a la que íbamos con la familia muy temprano para coger sitio.

También me acuerdo de los muchos circos ambulantes que veían por los barrios y hacían funciones en cualquier esquina, así como del Teatro Argentino que se instalaba en la plaza de A Palloza, al que íbamos para intentar ver a través de una rendija de la carpa a las bailarinas de variedades, ya que solo dejaban entrar a adultos. En nuestro barrio estaba además el club Marux, que solo abría de noche y al que acudía gente de dinero. Lo que más nos gustaba de aquel local eran los carteles que ponían en la puerta, ya que se veían las artistas que actuaban allí y que llevaban poca ropa.

En carnavales, a pesar de que estaba prohibido taparse la cara, había gente que se atrevía a hacerlo, por lo que tratábamos de averiguar quiénes eran los adultos que se disfrazaban. Muchas veces llegaba la policía para intentar detenerles y echaban a correr para refugiarse en los portales o bares. Recuerdo que los carnavales de la calle Vizcaya tenían mucha fama y que un día que estábamos toda la pandilla apareció un hombre completamente desnudo y con la cara tapada, con la mala suerte de que había policías de paisano que lo detuvieron.