Nací en la calle San Luis, donde viví con mis padres, Ramón y Nélida, y mi hermana Orla. Mi padre trabajaba junto con mi abuelo de marinero en el ballenero Caneliñas, con base en la ciudad y en Cee, donde estaba la factoría a la que se llevaban las capturas. Dejó la empresa en los años sesenta para marchar a Inglaterra con mi madre, que tenía un puesto en el mercado de Santa Lucía. Estuvieron allí quince años y al regresar mi padre aprobó la oposición para entrar en la Policía Local, en la que hizo el resto de su vida laboral.

Mi primer colegio fue el de doña Petra, en la calle Francisco Catoira, donde estuve tres años. Al trasladarnos a vivir a Os Castros, entré en el colegio don Manuel, quien tenía muy mala fama entre los chavales por lo mucho que castigaba. Allí estuve otros tres años, hasta que nos cambiamos otra vez de casa para irnos a la calle San Vicente. Fue entonces cuando ingresé en la academia Horizontes, de la que pasé al instituto de Monelos, aunque acabé el bachiller en el Masculino.

Después hice los estudios de Aparejador en los antiguos barracones de madera del Colegio Universitario en Riazor y cuando mis padres volvieron de Inglaterra de nuevo nos mudamos, ahora a la calle Europa, donde vivían mis abuelos. Al residir en tantos lugares, tuve la suerte de hacer muchos amigos, entre los que destaco a David, Víctor, Sanchís, Manolete, Paco, Luis, José Manuel, Manolo Erias, Francesch, Carlitos Bambana, Llobri, Luisito el del zapatero, Dolores, Rosita, Pilar, Matucha y José Ramón.

Uno de los lugares a los que íbamos a jugar era la llamada Huerta del Esclavo, donde cogíamos frutas de todo tipo para darnos atracones. También me acuerdo de cuando íbamos de aventura hasta los dos primeros túneles del ferrocarril, después de la estación de San Cristóbal, y esperábamos a que pasaran los trenes de vapor, que llenaban todo de humo y nos dejaban tiznados por el carbón.

En la zona donde estaba la antigua fábrica de calzado de Ángel Senra había una gran arboleda y un campo en donde se embadurnaban con brea los postes de la luz y los teléfonos, que luego se dejaban allí a secar, por lo que nosotros jugábamos con ellos a balancearnos. Si alguien conseguía una pelota, organizábamos un partido, pero si no la teníamos, la hacíamos nosotros mismos con papeles o trapos que metíamos en un calcetín viejo. También fabricábamos tirachinas de madera y bajábamos las cuestas con carritos de madera.

San Luis tenía fama de ser una calle de carteristas y un día que mi abuelo Ramón venía del barco cargado con un petate, le atracaron y le llevaron todo lo que tenía. Al día siguiente, cuando los ladrones se enteraron de que le habían robado a un vecino de su misma calle, le dejaron todo en el bodegón de Naret, con una nota en la que le pedían disculpas.

Comencé a jugar al fútbol en el Sporting Chile, equipo de esa misma calle y con dieciséis años entré en el Vioño, en el que estuve hasta los veinte, edad en la que pasé al Racing de Eirís. Durante mis estudios y la mili jugué en el Liceo de Monelos hasta que a los treinta años empecé a jugar al fútbol sala con el Colegio de Aparejadores, donde tuvimos de entrenador a Eduardo Toba.

Me casé con María Luisa, a quien conocí en la academia Puga, donde yo daba clase, y tenemos dos hijos, Fernando y Elena, quienes nos dieron dos nietos, Mateo y Alejandro. Mi primer trabajo al terminar la carrera fue de delineante en un estudio con dos compañeros de estudios y luego formé con Manolo Couceiro un equipo de peritos tasadores de seguros en el que desarrollamos toda nuestra actividad profesional.