Nací en A Rúa, en Ourense, donde viví con mis padres, Bernardo y Josefa, y mi hermana Teresa, hasta que en 1948 mi tío Jesús Corzo se vino a esta ciudad para trabajar en la construcción, momento que también aprovecharon mis padres para trasladarse aquí.

Nos instalamos en la calle Ángel Senra y, como mis padres se habían dedicado a la producción de vino, abrieron un bodegón que se hizo muy conocido como el del señor Naret. Venían vecinos de todos los alrededores a comprar vino y era un lugar muy frecuentado, por el que pasaron futbolistas como Luis Suárez, Tito Blanco, Lestón, Tonecho y los de los clubes modestos que tenían sus sedes cerca. En 1979 se derribó la casa en la que estaba el bodegón y mis padres decidieron regresar al pueblo para disfrutar de su jubilación.

Mi primer colegio fue el de la iglesia de San Rosendo, al lado del sanatorio psiquiátrico que había en aquella zona y del que todas las madres decían a sus hijos que si no se portaban bien, les llevarían allí castigados. Más tarde me enviaron a las Josefinas y después a una academia de corte y confección en el barrio de A Falperra y a otra en la plaza de María Pita.

Al terminar de estudiar tuve que ponerme a ayudar a mi madre en el bodegón haciendo comidas, ya que allí paraba mucha gente que trabajaba en las obras de toda la zona de A Coiramia y San Cristóbal, donde antiguamente había muchos campos que fueron dejando paso a los edificios. Hasta entonces, podíamos jugar con toda libertad por aquellos lugares, como el campo de Ángel Senra o el lavadero de San Vicente, donde había una fuente con un agua muy fresca y cogíamos cucharones, las crías de las ranas, que metíamos en un cacharro para verlas crecer poco a poco.

Mis amigas de siempre fueron Gloria Mantiñán, Marita, Marinita, Rosita, Chelito y Matucha, mientras que los chicos que más estaban con nosotras eran Frutos, Luisito, Nanín, Manolo y Suso, a quienes machacábamos cuando jugaban al brilé o la cuerda con nosotras. Hasta que cumplimos los quince años estuvimos muy controladas por mi padre, que era muy estricto, por lo que siempre nos avisaba para que a las ocho estuviéramos en casa, lo que también pasaba cuando bajábamos al centro. Así fue hasta que me casé a los veintidós años con Enrique Fernández Iglesias, de la calle Noia y ya fallecido, con quien tuve tres hijos: Enrique, María José y Alberto, quienes ya me dieron dos nietos, Pablo y Marcos.

Recuerdo que todos mis amigos y amigas guardaban los cascos de cualquier tipo de botella porque al lado de mi casa había un bajo en el que los compraban y además las pagaban bien si las etiquetas estaban nuevas, especialmente si eran de anís, ya que el señor que las compraba hacía licores que vendía por los bares de la zona. En las fiestas de las calles San Luis y Vizcaya al lado de nuestro bodegón se instalaba un teatro ambulante de gitanos con la cabra y la música que actuaba de noche y que la gente veía desde las ventanas de sus casas.

Solía ir con mis amigas hasta la fábrica de gaseosas de San Cristóbal y cogíamos cristales de todos los colores para pegarlos en madera o papel y hacer figuras. También hacíamos lo mismo con caracolas que encontrábamos en Riazor y Santa Cristina, ya que en aquella época eran muy populares los marcos de fotografías de ese estilo. Otro de mis recuerdos son los vendedores callejeros que gritaban los productos que vendían, como el de la miel, el de la lejía, la lechera, el de las bolas de alcanfor, el aceitunero, quien nos vendía las aceitunas para las tapas y las traía en un burro cargado con dos grandes garrafas. En mi calle había además dos personajes muy conocidos, el Parrocho y su viejo camión, y el de la sal, que guardaba la mula del carro con el que la repartía en el bajo de la casa donde vivía.

También recuerdo que las madres nos llevaban al túnel del tren en San Cristóbal y al puente de A Gaiteira para respirar el vapor de los trenes porque entonces se creía que curaba la tosferina.