Nací en A Silva de Abaixo, donde vivían mis padres, Jaime y Manuela y donde yo lo hice hasta que derribaron las casas antiguas de la zona, cuando tenía treinta y cinco años. Mi primer colegio fue el de doña Andrea, en el que estuve dos años, ya que la maestra murió y se cerró el centro, por lo que pasé al de la señorita Amparo, que estaba en la avenida de Finisterre, frente a la fábrica de Chocolate Exprés.

Allí estudié hasta los nueve años y luego entré en la Academia Mercantil de Riego de Agua hasta los catorce años, edad en la que me puse a trabajar para ayudar a la familia, sobre todo a mi abuela Asunción, ya que mi madre se marchó a trabajar a Venezuela. Empecé en la empresa Autoavión, en la calle Padre Feijóo, en la que trabajé casi treinta años hasta que entré en Puertas Valiño, donde permanecí hasta mi jubilación.

Mis primeros amigos fueron todos de A Silva, como Guillamet, Pedro Castro, Miguel Ángel, Lete, Luis Parada, Federico Meiras, los hermanos Piña, Monchito Hermida, los Barral, Sarita Zas, Sarita Castro, Manolo Ferreiro, José Manuel Zas, Carmela, Victoria y Pila. Fuimos una de las pandillas más grandes de la zona y, más que amigos, éramos una familia en toda regla, ya que nuestras casas estaban abiertas para todos, por lo que no necesitábamos llamar para entrar.

Podíamos jugar a todo lo que quisiéramos porque teníamos amplios campos para hacerlo y cuando estaban mojados por la lluvia, usábamos la vieja carretera de A Silva, que por allí apenas pasaban coches, como los autocares llamados Benito y La Superiora, que recogían a la gente que llevaba sus productos a vender a las plazas de la ciudad, por lo que incluso llevaban gallinas y lechones.

Me acuerdo de las grandes fiestas que se hacían en el barrio y la competencia que había entre las de los núcleos de Arriba y Abaixo. Esperábamos todo el año para que se hicieran y poder divertirnos con las pocas cosas que se instalaban en aquella época, como las lanchas, los voladores y el avión de los petardos. También recuerdo las comparsas de carnavales de A Silva, sobre todo la de Quelere, que era la que más follón armaba con su espectáculo y que hacía competencia con la de Vioño, conocida como El Moncheira, por lo que los chavales las seguíamos para meternos con ellas y les tirábamos petardos.

Nos gustaba ir al monte Rancheiro, en el que los militares hacían prácticas de tiro, a esperar a que acabaran para recoger las vainas de las balas y venderlas en la ferranchina de Santiago, en Santa Margarita, y con lo que nos daban nos íbamos a comprar tabaco suelto o ir al cine.

Como en aquel tiempo me gustaba mucho jugar al fútbol, recibí una carta del Deportivo para hacer una prueba, pero como había que llevar el equipamiento y yo no lo tenía, no pude hacerla. A los pocos días fiché por el San Pedro de Visma, en el que estuve un año en el que fuimos campeones de infantiles. Luego entré en el Silva, en el que desarrollé toda mi vida deportiva y en el que llegué a ser presidente en 1973, aunque como aquel año nos faltaba un defensa, me hicieron ficha de jugador e incluso jugué un partido contra el Vioño que ganamos, aunque nos denunciaron porque entonces no se podía ser directivo y jugador.

Seguí como directivo hasta 1976, año en que volví a jugar hasta que me cansé. En el club hice buenos amigos y compañeros, entre los que destaco a Guillamet, Marculeta, los Piña, Dopazo, Sebastián, Zas, Manolo Ferreiro y Josiño. Con muchos de ellos solía bajar a las calles de los vinos, donde hacíamos un recorrido que empezaba en la Estrella y terminaba en la Franja, pasando por locales como Campos, Priorato, La Tacita, Pacovi y Villar y Paco. Mi afición por el fútbol me llevó a que mientras estuve en el servicio militar, que hice en el Grupo de Regulares de Melilla, también jugase al fútbol en el equipo llamado Salazones.

Me casé y tengo con dos hijos, Juan Luis y Silvia, además de cuatro nietos: Alba, Lucía, Alejandro y Iago. En la actualidad me reúno con los amigos de siempre, con quienes formé la asociación Amigos de A Silva.