Nací en la desaparecida aldea de Vioño, donde vivían mis padres, Francisco y Pilar, y mis hermanos Francisco y Chelito, además de mis abuelos y tíos. Mi padre fue patrón de pesca, mientras que mi madre vendía pescado en el muelle. Mi primer colegio fue de el don Edmundo en Nelle, donde estuve hasta los doce años, del que pasé al colegio Ateneo en la calle Baldaio, en el que terminé mis estudios a los catorce años.

Fue entonces cuando me puse a trabajar con mi madre en las subastas de pescado, actividad en la que desarrollé toda mi vida laboral. Mis primeros amigos fueron de Vioño, San Luis y la calle Baldaio, como Mosquera, el Yanqui, Jacobo, Fernando, Gelucho, Manolito Viñas, Manuel Regueira, Juan Casal, Manel y Pepín, con quienes sigo manteniendo relación y me reúno casi a diario en el local del Vioño y en el bar Tabeirón para recordar los viejos tiempos del fútbol.

De niños jugábamos por todo Vioño, el campo de la Peña, la estación de San Cristóbal, el campo de Senra, las huertas del sanatorio psiquiátrico de San Luis, la calle Baldaio y la huerta de Molina, donde estaba la fábrica de jabón de Morgade y el laboratorio de la fábrica de conservas de sardinas y harinas de pescado de Carmen Galán, por lo que a esa zona, que entonces eran solo campos luego pasó a conocerse como A Sardiñeira. Recuerdo que en verano llegaban hasta allí carros de vacas y mulas con patexos que las tarrafas llevaban al muelle y luego se convertían en harina o pienso en esta fábrica.

Lo que más nos gustaba era jugar a la pelota, pero como no había muchas, las solíamos hacer con trapos que rellenábamos con cualquier cosa, como papeles u hojas de árboles. Cualquier cosa nos valía para jugar a las chapas, las bolas o el che y si teníamos un trozo de madera, nos hacíamos una espada o una pistola. Y no digo nada si encontrábamos una cámara de neumático vieja, ya que nos hacíamos un tirachinas para cazar gorriones o practicar la puntería contra botes o bombillas.

Durante aquellos años disfruté todo lo que pude, aunque tuve que ponerme a trabajar pronto ayudando a mi hermano, que estaba empleado en una carpintería de Monelos, al lado de la sala de baile Saratoga, pero que también tenía un pequeño taller en casa, por lo que perdí muchos buenos ratos de juegos con los amigos. Hubo una época en la que además trabajamos muchísimo cuando mi hermano hizo sus muebles para su casa cuando iba a casarse, aunque en aquellos años otros muchos niños también trabajaban para ayudar a sus familias.

Recuerdo lo bien que lo pasábamos en cines de barrio como los Monelos, Gaiteira, Doré y España. En ese último volvíamos loco al acomodador, Casimiro, que también arreglaba zapatos en un carrito que tenía pegado al cine, ya que su mujer era además la taquillera. De aquellos años me quedó grabado en la memoria para siempre el miedo que pasé al ver la película Los crímenes del museo de cera.

Nuestras playas preferidas fueron las del puntal, las Cañas, Lazareto y Riazor. A la del Lazareto muchas veces íbamos enganchados en los vagones de mercancías que salían de la Estación del Norte, ya que hacían el cambio de vías cerca de la playa, mientras que para ir a Santa Cristina y Sada nos enganchábamos al tranvía Siboney, como muchos chavales.

Empecé a jugar al fútbol en el Deportivo Finisterre y en el Deportivo Europa, aunque tuve que dejarlo al ponerme a trabajar. Años después volvía a jugar, ya en los veteranos del Vioño como portero, y llegué a ser presidente del club, que durante mi mandato fue campeón de la Copa de La Coruña dos veces.

Me casé antes de hacer la mili con una amiga de mi calle a la que conocía desde los doce años y tuve con ella dos hijos, José Luis y Francisco, quienes nos dieron dos nietas, Lola y Carmen.