Hacía mucho que no me encontraba con Luis Monteagudo. La última vez había sido en el Castro de Elviña en 2004. Había venido a ver las excavaciones que realizábamos en el Proyecto Artabria. Notar que las aprobaba me llenó de satisfacción, mucho más que la calificación de "ejemplares" que más tarde les otorgaron los técnicos del Ministerio de Cultura.

El regreso de Monteagudo a Elviña, de donde había sido relegado, por asuntos de celos, vanidades y maniobras palaciegas, tras haber descubierto, valorado y comenzado la investigación del yacimiento en 1947, se había producido ya dos años antes y por la puerta grande, invitado como profesor especial en un curso de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo que codirigíamos Germán Delibes y yo. En él, Monteagudo nos había dado una preciosa conferencia sobre sus excavaciones y sobre las joyas áureas del Tesoro de Elviña. Al día siguiente habíamos ido todos al castro, que incluso con la maleza recién rozada conservaba ese ambiente de ruina que sólo el paso de los siglos puede lograr y que diferencia, por algo difícil de definir, el resto original de la simple réplica nueva. "Por favor, no destruyáis este pequeño milagro", había rogado Germán Delibes.

En ese primer regreso a Elviña, triunfando sobre las sucias maniobras del pasado, sí que hubo lugar para la emoción, para la reivindicación lograda, para la emocionada lágrima furtiva y para la franca y alegre carcajada.

No lo hablamos ese día, pero se cumplían entonces treinta años desde que nos habíamos conocido en el verano de 1972. Estudiante de Historia, visitaba las bibliotecas coruñesas leyendo todo lo que encontraba de arqueología de Galicia. No era mucho, con excepción de la Real Academia Galega, instalada entonces en el Palacio Municipal. Allí encontré la referencia a un artículo de un tal Luis Monteagudo sobre el uso de fichas de computadora (hablamos de 1972, ojo) para tratamiento de datos arqueológicos, pero no lo tenían. Pensé entonces en preguntar a José María Luengo, director del Museo de San Antón, el cual ya me había facilitado la lectura del libro de Cuevillas de La civilización céltica en Galici a.

Allá que me fui al Arqueológico, pero me recibió un señor que no era Luengo. No tenían biblioteca, me dijo, pero ponía sus libros particulares a mi disposición. Le pedí el artículo de Monteagudo; se mostró sorprendido y me preguntó a qué se debía mi interés por ese artículo tan raro. Le expliqué y me respondió: "Pues claro que lo tengo. Es que ese Luis Monteagudo soy yo. Y tú, ¿no serás pariente de Luis Fuentes? Es que me tienes un aire...".

Entonces el sorprendido fui yo, porque efectivamente hablaba de mi tío abuelo Luis, con el cual, en mi opinión, no tenía ni tengo el menor parecido. Habían sido compañeros en los Amantes del Campo y creo que no se habían vuelto a ver desde antes de la guerra.

Ahí nació mi relación y mi amistad con Luis Monteagudo. Y ahí me quedé convencido de que estaba ante un tipo y ante un tipólogo absolutamente excepcional. Después supe que además era generoso, honrado y valiente, y su ejemplo me enseñó que valía la pena sacrificarse por mantener la dignidad.

Hoy Monteagudo ya no está. El pequeño milagro de Germán Delibes tampoco. Antigüedades. Cosas de arqueólogos.