La Gran Misa, de Mozart, es una maravilla, a pesar de algunas cuestiones que plantea la versión reconstruida. Cada uno puede pensar lo que quiera sobre el trabajo de completar una obra inconclusa; en este caso, la versión resultante debida a Robert D. Levin tiene luces y sombras. Tal vez si la hubiésemos escuchado sin conocer tal circunstancia, podríamos incluso admitir que había salido, toda ella, de la pluma del gran músico austríaco. Con, al menos, una excepción: no es posible atribuir a Mozart el ostinato en la segunda parte del Agnus Dei por la mediocridad del motivo. Pero, en fin, tomando el resultado sin otras consideraciones, la obra resulta brillante y en muchos momentos aparece la elevada, la genial, la inconfundible inspiración de Mozart. Extraordinaria versión merced a tres soberbios intérpretes. Dos de ellos, colectivos (coro y orquesta), y uno individual (el director). Egarr realizó una versión extraordinaria y extrajo las mejores cualidades de una orquesta excepcional y de un coro espléndido, enfrentado a una partitura muy difícil. Salió a saludar Joan Company, que ha realizado un trabajo preparatorio magnífico. No estuvo tan alto el nivel de los solistas. La soprano Watts, lírica de bello timbre, canta bien, regula el volumen con elegancia, pero pone en evidencia algún problema en las notas más agudas. La mezzo Royal hubo de sustituir a la cantante prevista (Sophie Devan, indispuesta); la voz es grata, de un color interesante, pero con ciertas veladuras y una proyección escasa. Tampoco la voz del tenor corre; hay momentos en que apenas se le escucha. Y en cuanto al bajo o bajo barítono, su timbre demasiado lírico no parece el más adecuado para sustentar la parte. Grandes ovaciones y gritos de entusiasmo cerraron una jornada brillante. Un espléndido concierto.