Han pasado dos años desde que Anna Netrebko recibió del presidente Putin el título de Artista del Pueblo Ruso. Ya era una estrella mundial y sigue liderando a las sopranos líricas en activo, solicitada por las primeras casas de ópera del mundo. Joven y "con sobrada experiencia" (debutó hace 16 años en San Petersburgo) esta hermosa mujer con físico de top model, reciente madre y colmada por el éxito, mereció de Daniel Barenboim un acompañamiento pianístico de consumado poeta. El maestro hace raramente piano de cámara en vivo, y tan solo con intérpretes que se cuentan con los dedos de una mano. Cuando el programa de sus festivales berlineses incluye uno de estos recitales, el sold out cierra la taquilla desde el primer día. El lunes estaba a reventar la vieja y entrañable Philharmonie. Las ovaciones finales pasaron de veinte minutos después de las propinas de Dvorak y Strauus arrancadas a la pareja, y empezaron a decaer cuando hicieron gesto de no poder más. En el enorme vestíbulo se formaba una cola de centenares de espectadores deseosos de adquirir dos CD anteriormente grabados por ambos. En pocas palabras, el clima de ordenado delirio que estalla en esta casa cuando alguien toca la fibra de sus más de dos mil oyentes.

Netrebko, de muy humilde origen, nacida en Krasnodar y dedicada al servicio doméstico hasta que descubrió su voz e Irina Arkhipova la ayudó a desarrollarla (aún hoy sigue trabajando con Renata Scotto) no ha perdido los gestos que despiertan inmediata empatía. Es tan rematadamente buena que se mete al público en el bolsillo. La tesitura lírica de su voz redonda, brillante, coloreada con matices y veladuras de rara calidad, puede extenderse cuanto quiere, emitir con el mayor poder o recogerse en mezza, proyectar a pulmón o aspirar una parte del chorro en celajes de intimidad irresistiblemente comunicativos. Vibra cuando quiere y la partitura lo exige, pasa los registros sin que se note, preserva el timbre en delicados armónicos y unifica el color en cada vocalización, sea tenue, fuerte, central o aguda.

Tuvo, además, el acierto de dedicar el recital a la canción rusa de concierto, limitada a dos autores: Rimsky-Korsakow y Tchaikowsky. Tantas veces abrupta en grandes intérpretes de otras lenguas, la rusa suena en Netrebko con una musicalidad cremosa, fácil, confidencial en los textos que lo son, triunfante y vitalista en los versos exclamativos. El privilegio de escuchar a dos célebres compositores en sus piezas más personales y alejadas de los grandes formatos, esos momentos de absoluto abandono a la poesía y la música tal como es sentida y sin preconceptos estructurales, se da, por desgracia, muy raramente, y aún menos teniendo al piano a Barenboim, heredero directo de las batutas históricas (a los once años ya estudiaba con Markevitch, Furtwängler lo calificada de fenómeno, etc.) y uno de los quitaesenciados poetas del teclado, que acompañó a la soprano en un susurrro pianísimo, como otra voz en íntimo diálogo. Probablemente no lo repitan nunca, pero en muy pocas semanas estarán al alcance de todos en audio y vídeo esta joven voz en su momento estelar y este veterano pianista y director que prepara para junio uno de los ciclos berlineses que catalizan la melomanía del mundo entero: dirección de seis sinfonías de Bruckner y ejecución más dirección de los cinco conciertos para piano de Beethoven. Casi nada...