Cuando los múltiples componentes del complejo espectáculo que es una ópera funcionan al más alto nivel, estamos ante un hecho de carácter taumatúrgico. De ahí el título de esta crítica, paráfrasis un poco forzada de aquella admirable película española que hizo un joven Berlanga a finales de los años cincuenta. Todo, absolutamente todo, estuvo al máximo nivel. Incluido el público que abarrotó el Palacio de la Ópera y manifestó un entusiasmo que parece reservado para los grandes acontecimientos. Como éste. Para empezar, la extraordinaria puesta en escena de Livermore. A lo largo de la obertura, presenta la historia antecedente, la que no se ve en la ópera: breves cuadros que sugieren el transcurso del tiempo combinando elementos estáticos -los soldados franceses- con el dinámico personaje de Marie, niña, adolescente y joven. Eso demuestra una vez más lo que puede el talento con medios relativamente reducidos. ¿Sorprendente? No, desde luego, para quienes recuerden aquel maravilloso Pulcinella vendicato que también dirigió Livermore en el Rosalía dentro del Festival Mozart en el año 2002. El resto de la representación mostró idéntico ingenio y modestia de medios; pero, sobre todo, una extraordinaria movilidad escénica de cuantos evolucionan sobre las tablas. Esto, ya se sabe -y Livermore mejor que nadie puesto que él mismo actuó como tenor-, crea ciertos problemas a los cantantes, pero aún más al coro. A ello -además de la dificultad y exigencia de la partitura- hay que atribuir las leves imprecisiones del elemento coral, cosa bastante rara en la excelente agrupación coruñesa. Soberbia, la Orquesta, muy bien conducida por Acoccella, un magnífico director que sería deseable ver más veces sobre el pódium al frente de la Sinfónica.

Todos -cantantes y actores- estuvieron al más alto nivel. Patrizia Ciofi completó una de las actuaciones más brillantes que ha realizado en La Coruña: perfecta de cuadratura, de afinación, brillante en el agudo, impecable en al coloratura y, por si esto fuera poco, actriz convincente, graciosa y encantadora. Le dio réplica Celso Albelo que bordó su personaje como cantante y como actor; tiene esa bella voz de lírico-ligero, tan bien igualada, tan dúctil, que le permite un fraseo de insuperable elegancia; no quisiera centrar su actuación sólo en la proeza de su aria Ah, mes amis!; pero hay que convenir en que no es normal que, tras cantarla de modo impecable con los habituales nueve "dos", repitiese la parte más comprometida (y con riesgo evidente por cansancio vocal) dando en este caso once "dos". La mezzo Trullu se hallaba indispuesta, lo que ya se había notado en la falta de proyección de la voz en el primer acto; se anunció antes del segundo, que haría cuanto pudiese para acabar la ópera, y así fue, lo que no es pequeño mérito. Javier Franco cantó muy bien e hizo su cómico personaje de manera extraordinaria; una verdadera referencia. También soberbio como actor César San Martín y excelente Rosy de Palma en su aristocrático papel. Muy correcto, José Luís Vázquez en su breve intervención.

Queda por hacer referencia a la sorpresa final: en lugar de un anunciado "Himno del Tirol", todo el elenco entonó la canción popular gallega "O galopín", que hubo de ser repetida tras concluir la representación por cuantos tuvieron alguna responsabilidad en ella sobre la escena. Ellos y el público corearon de consuno: "Para vir a xunta min / vai lavala cara, galopín".