La estética del cine musical de los años cincuenta impregna el concepto escénico de Vincent Paterson en esta Manon que llega a Valencia después del estreno en Los Ángeles y del paso por Berlín. El París dieciochesco del Abate Prevost pone a prueba sus convenciones melodramáticas en un París hollywoodense y sale bastante bien parado. La alternativa de mundanidad y tragedia del argumento, una de las muchas traviatas del repertorio, da juego a los estereotipos clamorosos que se hacen perdonar con el sentimentalismo de la burguesita de dieciséis años maltratada por la vida, y de su aristocrático caballerete. No hay que hablar de Massenet y el massenetismo, muy celebrado por unos e indigesto para otros. Cada quien tiene su opción, parti pris inamovible que no suele valorar la función sociocultural de la ópera del siglo XIX entre los públicos pudientes de las capitales europeas.

El buen gusto no es en todos los casos una baza de primer nivel, y las tentativas de actualización tropiezan con la evidencia de que los amores escandalosos de hace dos siglos parecen juegos colegiales cuando lo que manda en titulares es la pedofilia o el descarnado lolitismo.

Sea como fuere, hay que actualizar. La habilidad de Paterson no es el salto de dos siglos, sino detener la puesta al día en un ideal tragicómico y una visualidad que tampoco son de hoy mismo sino los del musical americano de mediados del siglo pasado, universalizados por el cine. O sea que persiste el lenguaje depassé y no ha lugar a la perplejidad ante el imposible físico y metafísico de esta telenovela del Rococó. Lo bueno es que el espectáculo funciona y divierte en su mayor parte, pese a la vulgaridad de los decorados, gracias a un juego escénico brillante y desinhibido. En este caso, el diablo viste de Balenciaga.

Queda en el aire la incógnita de la dirección de Lorin Maazel, con sus lentitudes y densidades introspectivas, porque el maestro canceló todas las funciones, después encomendadas por la perspicaz intendente, Helga Schmidt, al joven francés Patrick Fournillier, contratipo absoluto de Maazel.

Su versión es superficial, como la música, pero muy empática, brillante hasta el abuso decibélico -feliz a ojos vista con el oro molido que son la Orquesta y el Coro del Palau de les Arts- y espesamente sentimentaloide cuando conviene. El resultado es un éxito rotundo, con estruendosos bravos de un público que acaba de reír y llorar, rentables efectos en cualquier clase de narración.

Los cantantes seguramente agradecen una alegre batuta que les deja lucirse sin ahogarlos. Impresionante, sin reservas, el tenor Vittorio Grigolo, un Des Grieux emotivo y volcado, voz carnosa, vibrante, con el color impagable que tuvo el Carreras joven: toda una estrella, este intérprete magnífico, creíble, que compartió con la soprano Ailyn Pérez el aplauso a la auténtica juvenilidad de una pareja tantas veces cantada por gentes encorsetadas. Ella tiene una voz poderosa y extensa, muy flexible, que con un punto de mayor carnosidad daría el color ideal del personaje.

Como siempre en este teatro, las segundas partes son de primera calidad, desde el barítono Artur Rucinski hasta las tres cocottes Ilona Mataradze, Ekterina Metlova y Natalia Lunar, el bajo Raymond Aceto y una larga relación de comprimarios procedentes en parte del Centro de Perfeccionamiento Plácido Domingo, que sostiene el propio Palau.

Manon

Jules Massenet

Palau de les Arts de Valencia