El cómico norteamericano Bill Maher se quejaba en los pasados Oscar de la falta de respeto que suponía que la condujesen dos bimbos (James Franco y Anne Hathaway), dejando fuera a numerosísimos cómicos.

Y sus previsiones se hicieron realidad: la ceremonia se convirtió en un tostón insípido (¿recuerdan algún sketch?).

Tras la renuncia de Eddie Murphy, Billy Crystal aportó al show del pasado domingo aquello que hace mejor: la aventura por las películas nominadas (ya repetidísima), unos cuantos números musicales efectivos, algún artefacto hábil (como el "¿qué están pensando los nominados?" y la referencia gervasiana al presidente de la Academia de Hollywood) y, por encima, la tranquilidad de tener al frente a un presentador que controla cada uno de los detalles de la transmisión. Entre la seguridad monocorde de Crystal existieron pequeños resquicios de creatividad que (casi) pasaron desapercibidos: fue una gran noticia que la troupe del cineasta Christopher Guest se juntase para un afortunadísimo corto sobre los focus groups y su influencia en El mago de Oz. Y también emocionó ver a Douglas Trumbull, el hombre que creó los efectos especiales de, entre otras, Encuentros en la tercera fase, Blade Runner o la reciente El árbol de la vida.

Aunque su listado final de ganadores sea muy decepcionante (The artist es una anécdota tramposa), uno entiende esta gala como un paso de la transición hacia un nuevo tipo de espectáculo, un espectáculo transgresor en el que la conservadora Academia todavía no está dispuesta a confiar. En los años setenta, el productor musical Jon Landau lanzó una profecía: "He visto el futuro del rock & roll, y se llama Bruce Springsteen".

Después de su estupendo gag con unos ¡puñeteros platillos!, imagínense el lío que humanos como Will Ferrell o Zach Galifianakis podrían montar en los Oscar. Y ya ni hablamos de Tina Fey, Sacha Baron Cohen, Kristen Wiig o Robert Downey Jr. Ahí, y no en la digna seguridad de Crystal, vemos el futuro. Sabemos, además, cómo se llaman.