La Gilda que despertaba pasiones en los campos de fútbol brasileños en la década de los cuarenta del pasado siglo no era precisamente Rita Hayworth, pero tenía el guante objeto del deseo en las botas. Se llamaba Heleno de Freitas y quienes conozcan su historia sabrán que fue el príncipe que pudo reinar antes de que O Rei, Pelé, llegase al trono.

Hijo de un negociante de café de Minas Gerais, nació en el seno de una familia acomodada que acabó mudándose a Río de Janeiro. Blanco, alto -medía más de 1,85-, guapo, elegante, se bañaba en carísimas lociones de perfume, y, como no podía ser de otra forma, empezó jugando en el Fluminense. El Flu era el equipo de la élite carioca; el último que se había decidido a alinear en su once a futbolistas negros. Heleno sobresalía del resto de sus compañeros, chaparros y cimarrones; su estampa era la de un señorito, pero en los terrenos de juego se convertía en un retador, un delantero fuerte, combativo y de una calidad técnica insuperable en aquel momento.

La historia del fútbol mundial cuenta que Neném Prancha, el frutero filósofo de Copacabana que lo llevó al Flu, le lanzó como a otros niños de la playa una naranja y Heleno la amortiguó con el muslo dejándola caer en el pie, elevándola a continuación hasta la cabeza; de ahí, vuelta al tacón para devolverla al carrito de la fruta. Hasta el final de sus días conservaría su foto en la cartera, consciente de que había descubierto al futbolista más fino de Brasil. Una joya, como se vería más tarde, de un brillo evanescente.

El Fluminense disputaba el torneo elitista de Río, y el Botafogo, el de los pobres. Hasta que se unificaron las categorías alternó los colores de uno y otro, pero su corazón pertenecía al último de ellos. Era un albinegro vocacional y acabó jugando en el equipo que más tarde alinearía a uno de los futbolistas más singulares de la historia y uno de los mayores intérpretes de la samba con el balón en los pies: Manoel Dos Santos Garrincha. Fue la torcida del Flu la que acabó bautizando a Heleno con el mote de Gilda. Él respondía a los insultos desafiando a la grada de diversas maneras.

Del Botafogo salió a regañadientes rumbo a Buenos Aires cuando debido a la locura inoculada en el cerebro por una sífilis que se negaba a tratar acabó enfrentándolo no sólo a sus adversarios, hinchadas rivales y árbitros, sino también a los compañeros de vestuario, a los que increpaba violentamente por no estar a la altura de los colores que vestían. Cuando lo traspasaron a Boca Juniors era la estrella solitaria que brillaba en el escudo del Fogão, pero sus enfrentamientos con Nilton Santos, uno de sus compañeros en el equipo botafogueiro, y la elevada suma que pagaba por él el equipo argentino acabaron por decidir la operación. Aquellos días se sintió uno de los seres más desgraciados del planeta; no se creía que el club por el que estaba dispuesto a jugar sin cobrar un solo cruzeiro quisiera prescindir de sus servicios. Encendía los cigarrillos, no de dos en dos, como solía hacer habitualmente, sino de tres en tres. Las noches eran más largas que nunca, muchas más las mujeres que frecuentaba e interminables los tragos. El largo elenco femenino no lo componían únicamente las garotas o las cantantes de cabaret, también las damas de alta sociedad. Heleno de Freitas unía a su faceta de conquistador la de amante inagotable. Tenía fama de practicar el sexo hasta la extenuación. Flotaba en la fantasía de las mujeres lo mismo que reinaba en la admiración de los hombres.

La leyenda cuenta que fue amante de Evita Perón, y la realidad tradujo en desidia su paso por la Bombonera. Al año volvió a Brasil para seguir aspirando a ganar un campeonato con Botafogo y poder vestir los colores de la canarinha en el nuevo estadio de Maracaná. Allí, en su tierra, estaba Hilda, su mujer embarazada, que ya tenía decidido abandonarle. Hilda era hija de un diplomático, amigo de Vinícius de Moraes, que había regalado a la pareja cuando se casó una canción, Poema dos olhos da amada, que terminaría inmortalizando, entre otras, la voz de Maria Betania.

Rechazado por el Botafogo, ya al completo, fichó por el Vasco da Gama y acabó ganando con el equipo que no quería el campeonato que siempre anheló con los albinegros. Pero el seleccionador nacional, Flavio Costa, su entrenador en el Vasco, con el que mantuvo un duro enfrentamiento, le seguía cerrando el paso a la canarinha. José Henrique Fonseca cuenta en su biopic Heleno, filmado en 2011, cómo el futbolista lo llega a encañonar.

Dando tumbos, en 1950 recaló en el Atlético Junior, de Barranquilla, donde la leyenda siguió. Todavía vestía sus trajes de lino color perla y sus camisas rosadas con botones de nácar. La indumentaria y el pelo negro, abrillantado con la pomada le daban un aire de tanguero. A menudo se sacaba del bolsillo de la chaqueta un pañuelo empapado en éter, se cubría con él la nariz y la boca y aspiraba con fruición con el fin de aliviarse. Gabriel García Márquez contó en una de sus crónicas cómo conducía su Pontiac a velocidad de vértigo y escuchaba a Billie Holliday a todas horas. Ese año vio desesperado cómo su selección caía en Maracaná. En Brasil le esperaban fugaces estancias en el Santos y en el América. Y, finalmente, el sanatorio de Barbacena, cerca de Minas, donde lo había internado su familia y murió en 1959, víctima de la sífilis cerebral que se había negado obstinadamente a tratar. Trastornado, masticando y tragando los recortes de la prensa que aún se acordaba de él.