Aunque el loco fue motivo de risa durante siglos, lo habitual es que los desórdenes psíquicos no convoquen ya muecas jocosas sino una mezcla de curiosidad, compasión y, si acaso, hastío cuando el enfermo se pone muy pesado. De ahí el poderoso atractivo de Un hombre sencillo, impresionante relato en el que el belga André Baillon convoca al lector con un despliegue de sentido del humor que acrecienta la piedad. Baillon (1875-1932) sabía bien de qué hablaba porque los desarreglos mentales marcaron su paso por el mundo. Brillante y desesperado, el belga inició su zafarrancho tirándose al mar al poco de completar con excelencia sus estudios de ingeniería.

Desde entonces, su vida, entregada al arroyo, fue una sucesión de fracasos hasta que, ya cuarentón, obtuvo el reconocimiento literario, lo que no impidió que una década después se suicidase. A través de cinco conversaciones con un psiquiatra del célebre hospital parisino de la Salpêtrière, el protagonista de Un hombre sencillo desgrana los irredimibles nudos que le atenazan, generando en el lector un impulso de hilaridad sólo disipado por la constatación de asistir a una tragedia.