Luis Monti en 1930 era el sostén de Argentina. Doble ancho le llamaban por su facilidad para abarcar el medio del campo. Tipo duro, fuerte, no escapaba de ninguna pelea. Se había ganado una enorme reputación ya que su papel había sido esencial para que Huracán ganase la Liga de 1921 y San Lorenzo se apuntase tres títulos en la misma década. Además, con la selección había conquistado una Copa América y la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam en 1928, en la antesala del esperado duelo ante Uruguay en el Mundial de 1930.

Argentina y Uruguay cumplieron con lo que se esperaba de ellos durante el torneo y ambos llegaron a la soñada final del estadio Centenario de Montevideo, contruido para la ocasión y que podía albergar a más de cien mil espectadores. Un ambiente feroz entre dos equipos que ya habían aprendido a odiarse, que habían tenido la ocasión de disputar encuentros decisivos y marcado por las presiones que soportaron los jugadores de ambos conjuntos las horas previas al choque. Miles de personas cruzaron el Río de la Plata desde Argentina con la esperanza de encontrar una localidad. Cuentan las crónicas que viajaban hacinadas en barcos que superaban ampliamente su capacidad. Una cantidad incalculable de aficionados se quedaron en el puerto sin encontrar una forma de llegar a Montevideo. Toda Argentina quería acudir al partido en el que debían demostrar al mundo "quien manda en el fútbol". Ni que decir tiene que toda esa presión se trasladó de forma inmediata a los futbolistas de ambas escuadras que esperaban en la capital uruguaya la hora del choque, envueltos en polémicas absurdas como la del balón con el que se debía disputar el encuentro ya que cada equipo quería imponer el suyo. Ante la falta de acuerdo el árbitro belga John Langenus decidió que se jugase la mitad con la pelota de los uruguayos y la otra mitad con la de los argentinos. El colegiado, como mucha otra gente, temía por su seguridad y solo aceptó dirigir el choque si tenía garantizada una rápida salida del país en caso de incidentes.

En medio de aquella tensión a toda la delegación argentina le sorprendía la actitud de Luis Monti. No parecía él. Un carácter como el suyo parecía el ideal para la ocasión. Pero se encontraba apagado, triste, superado por la situación. En ese momento no contó nada, pero la culpa de su zozobra la tenían dos italianos que se habían presentado en Uruguay poco antes de la final. Eran Luciano Benetti y Marco Scaglia, dos agentes secretos enviados por Mussolini con la misión de que Argentina perdiese aquella final. El Duce tenía un plan de cara al Mundial que cuatro años después debía celebrarse en Italia y en gran medida su éxito dependía de lo que ocurriese en la final del Centenario de Montevideo. Benetti y Scaglia amenazaron de muerte a Monti y a su madre, conscientes de la debilidad que el medio sentía por ella. Le insistieron en la necesidad de perder el partido y de jugar de la peor manera posible. "No nos ponga usted en la situación de elegir entre matarle a usted o a su madre" le habían escrito en una nota que el jugador recibió horas antes de la final en su hotel. Monti no estaba con la cabeza en su sitio aunque el técnico no dudó de su alineación consciente de que era de los pocos a los que ese ambiente no haría temblar las piernas. Pese a la ausencia del centrocampista Argentina llegó al descanso 2-1 por delante. A sus compañeros les extrañaba el comportamiento de Monti quien incluso se echó a llorar en el vestuario mientras esperaba el comienzo del segundo tiempo. Había más jugadores asustados por el hostil comportamiento del público, pero ninguno estaba tan afectado como Monti. En la grada, Benetti y Scaglia empezaban a manejar la idea de que realmente tendrían que llamar a Roma para preguntar a quién debían ejecutar. Para "felicidad" de Monti, Uruguay ante una Argentina empequeñecida le dio la vuelta al partido en una gran segunda parte -con el redondelano Cea convertido en figura- y se apuntó el primer Mundial de la historia. El medio respiró aliviado aunque para él comenzaba otro calvario, el que le esperaba en su casa.

La derrota se aceptó de mala manera en Argentina donde se cargó contra el equipo con dureza y especialmente contra Monti: "Se me echó la culpa de toda la derrota, se me acusó de cobarde y me convertí en el único responsable de lo que había sucedido" diría poco después. Su carrera estaba completamente acabada en su tierra. Era casi imposible plantearse seguir jugando y soportar cada semana los gritos de los aficionados. Y además, ¿qué equipo querría en sus filas a un maldito como él? Benetti y Scaglia entonces aparecieron de nuevo en escena y le ofrecieron la posibilidad de saltar al fútbol italiano a cambio de un buen sueldo, casa y coche. No le dijeron más. Con el sí del futbolista, que necesitaba salir de Argentina y distanciarse de la derrota ante Uruguay, volvieron a su país. "Pronto vendrá gente más importante que nosotros y sabrá más de su futuro" le dijeron. Así fue. Al poco tiempo llegaron los enviados del Juventus para hacerse con sus servicios y Monti llegó al Calcio y, al poco tiempo, a la selección italiana ya que Mussolini ya había preparado todo para que el futbolista pudiese ingresar en la nacionale. El plan del Duce para hacerse con los servicios de quien era uno de los mejores medios del mundo había salido a la perfección. Y en 1934 Monti se convirtió en campeón mundial con la selección italiana tras un torneo tremendo en el que se valieron de la presión ambiental y arbitral para alcanzar el título. Mussolini quería aquel título y no dudó entonces en amenazar a sus propios futbolistas y a Vittorio Pozzo, el seleccionador. Vencer o morir les había escrito en un telegrama poco antes de la final ante los checos. De nuevo la amenaza de muerte sobre la cabeza de Monti en una final del Mundial. Y una vez más, "Doble ancho" acertó con la elección.