"El día que tenga canas y bigote blanco lo dejaré, lo prometo", bromeaba cuando se le preguntaba por la longevidad de los entrenadores en los banquillos de los principales equipos coruñeses. Ese día ha llegado antes de tiempo. Rubén Vázquez deja su Maristas porque como en la mejor de las relaciones, la chispa se ha apagado. Inconcebible para él, que entrenaba al equipo con la misma pasión, compromiso, ilusión y profesionalidad que si estuviese al frente del Obradoiro en la ACB o de los Lakers en la NBA. Llevaba dos meses "apático" y prefirió ser honesto y dejar paso a sus dos inseparables Román Gómez e Isidro Mateos. Sentía que las chicas no iban a ninguna parte con él. "Para nosotros es triste porque más que nuestro compañero es nuestro amigo, pero afrontamos esta nueva etapa con ilusión", reconoce Román Gómez. "Solo queremos que Rubén se recupere cuanto antes".

Criado bajo el ala de Susana Lousame, Vázquez aprendió la implicación y el amor por el deporte de la canasta. Y siempre en Maristas, donde estudió, se forjó como jugador y empezó a "jugar a ser entrenador". Cuando llegó el momento, supo coger las riendas del primer equipo del club, el único en categoría nacional. Tenía 21 años y era todavía un niño. Lo hizo durante cuatro temporadas en las que los resultados deportivos superaron con creces todas las expectativas. Con él en el banquillo, el Maristas consiguió la mejor clasificación de su historia. Fue tercero y llegó a la última jornada con posibilidades de colarse en el play off de ascenso y tras encadenar nueve victorias. Deja un listón alto para los que a partir de ahora le sucedan.

Era exigente. "Ganamos pero jugamos mal", decía en los resúmenes de los partidos. Atrás quedaban temporadas más difíciles en las que tenía que recoger los restos del equipo después de cada faena. Tenía la misma ilusión, no obstante, que cuando perdía jornada tras jornada, pero los buenos resultados también le hicieron ser ambicioso. La clasificación era importante, cómo no, pero mucho más el feeling que tuviese en el trabajo del día a día con sus jugadoras. A principio de temporada se le notaba algo nostálgico al recordar que habían dejado el equipo chicas que creaban un gran ambiente en el vestuario. Dijo que eso sería lo que más echaría de menos. Ahora su marcha deja huérfana a una familia en la que tenía el papel de padre y amigo. La mayoría de los días empezaba a entrenar a las once de la noche y hasta la una de la madrugada no cerraba el chiringuito. Después, aún iba a hacer la ruta con sus jugadoras, a las que dejaba en la puerta de sus casas aunque vivieran en Narón o Ferrol. Y al día siguiente, a las ocho de la mañana ya estaba en Lugo para continuar con sus clases de Magisterio. Y todo, como quien dice, casi por amor al arte. Un apasionado del baloncesto. Un romántico de los banquillos.