Mucho antes de que Óscar Pereiro en el año 2006 incendiase el Tour gracias a una escapada monumental, hubo un corredor que anticipó la historia del gallego. Se llamaba Roger Walkowiak, un modesto ciclista francés que entró en el Tour de 1956 casi de casualidad y que tras una sucesión de etapas alocadas se hizo con el maillot amarillo, que defendió como un poseso en las últimas etapas. Pero lo peor para el ciclista llegaría justo tras atravesar la línea de meta en París.

A Roger Walkowiak le parecía una bendición ganar dinero del ciclismo. Era su pasión desde niño, a la que dedicaba el tiempo libre que le dejaba el trabajo en una metalurgia del centro de Francia, la zona en la que sus padres polacos se habían instalado a comienzos de los años veinte para trabajar en la minería. Walkowiak no tenía condiciones extraordinarias, pero sí era disciplinado, solidario y audaz en carrera, condiciones muy valoradas en un deporte tan jerarquizado. Apenas logró un par de victorias en aficionados cuando consiguió un lugar entre los profesionales del Gitane-Hutchinson. Ya tenía 24 años y los equipos le querían como fiel escudero de sus jefes de filas. No le pedían más porque entendían que nada más podía dar.

En 1956 logró, a última hora, meter la cabeza en el Tour de Francia. A sus 29 años acumulaba dos discretas participaciones y una retirada en la ronda francesa pero la baja de última hora de un corredor le permitió ingresar en el equipo del Nord-Est-Centre de Francia (el Tour se corría por selecciones regionales). Aquella era una edición atípica desde el comienzo, demasiado abierta por la ausencia de las principales figuras del momento. Faltaban el italiano Gino Bartali, el alemán Kübler -que se habían retirado a la conclusión de la anterior campaña-; Coppi estaba en el tramo final de su carrera; Louison Bobet era baja debido a una enfermedad; Jean Robic tampoco estaba en la línea de salida porque unas semanas antes del comienzo había sido atropellado durante un entrenamiento; y Raphäel Géminiani (líder del equipo de Walkowiak) había sido operado poco antes de menisco y llegaba muy corto de preparación. Un panorama desolador en un tiempo de transición en el ciclismo internacional. Los nombres que cargaban con la condición de favoritos eran Derrigade, Bahamontes, Adriaensens o Charly Gaul. Ninguno de ellos parecía llegar pletórico, lo que convirtió la carrera en una feria. Sin un equipo que ejerciera un control severo sobre el pelotón, las etapas eran una sucesión de escapadas alocadas en las que todos los equipos trataban de colar a sus ciclistas para alborotar un poco más la clasificación.

En la séptima etapa, una jornada maratoniana de 244 kilómetros camino de Angers, todo saltó por los aires. La carrera se partió en dos grupos. Más de treinta corredores se fueron por delante. Atrás se quedaron el líder Derrigade y el resto de aspirantes, mirándose, ajenos a lo que se cocía. El grupo llegó con más de 18 minutos de ventaja y Roger Walkowiak se convirtió en el inesperado líder de la carrera. El ciclista se sentía superado por aquel momento. En la meta se abrazó llorando a un periodista que trataba de sacarle unas declaraciones: "Es increíble, es increíble" era lo único que acertaba a decir.

Su equipo y el propio Walkowiak entendieron el maillot amarillo como una especie de premio casual e incluso su director le aconsejó no malgastar fuerzas en su defensa. Le duró un par de días antes de perderlo en los Pirineos, donde el belga Adriaensens dio la impresión de estar un punto por encima del resto de favoritos. Pero en la decimoquinta etapa, a los pies de la batalla de Los Alpes el equipo belga se levantó con intoxicación por culpa de algo que habían comido el día anterior. Incapaces de competir en condiciones, Adriaensens dejó el amarillo en manos del holandés Wagtmans, que parecía firme en busca del Tour. Dos días después el líder se metió en una extraña escapada en la que Walkowiak -que gracias a los 18 minutos de la famosa escapada seguía bien colocado en la general- también metió la cabeza. Nadie más estaba junto a ellos y el corredor galo se encaramó el segundo puesto de la clasificación. Al día siguiente la carrera dio otro vuelco. Charly Gaul atacó como un poseso para ganar la etapa y reventar al líder, que cedió casi diez minutos en la meta. Walkowiak había resistido a duras penas para reconquistar el amarillo con solo cuatro días por delante y con poco más de cuatro minutos sobre Bauvin, que en ese momento era su gran amenaza. Roger se entregó a conciencia durante aquellas cuatro agónicas etapas en las que su gran rival fue recortando la diferencia poco a poco hasta dejarla en menos de un minuto y medio. Pero ya estaba a las puertas de París. Además la última etapa partía de Montluçon, su pueblo, que se echó a la calle para bendecir a su paisano. En París se le recibió con mucha más frialdad. Un desconocido había ganado el Tour de Francia, la joya del deporte galo, cuando ellos esperaban que el himno francés lo hiciese sonar una de las escasas leyendas que había en el pelotón de aquella edición. El director de la carrera, Jacques Goddet, llegó a decir que "la ovación del público pareció más una lamentación".

Cuesta trabajo entender que una victoria en la prueba más importante del ciclismo mundial acabase por convertirse en un problema. La crítica comenzó a restarle méritos a su triunfo porque "el Tour no se gana en el llano" olvidando su defensa heroica en las etapas de los Alpes; sus rivales le menospreciaban en sus intervenciones y comenzó a extenderse la expresión "ganar a la Walkowiak". El modesto corredor continuó cuatro años más como ciclista profesional en las que apenas pudo presumir de un par de victorias de etapa en la Vuelta a España. En Francia su triunfo en el Tour seguía siendo considerado "menor" y optó por la retirada, incapaz de entender el desprecio de su entorno. Montó un bar que cerró al poco tiempo cansado de que la gente fuese a preguntarle por la victoria de 1956. Deprimido se alejó por completo del ciclismo y regresó al trabajo en la metalurgia. No quería saber nada. Rehuía de los aficionados y de los periodistas. Su vida era su trabajo y su familia. Nunca alcanzó a entender aquella reacción. Pasaron casi cuarenta años hasta que Roger Walkowiak volviese a hablar en público. Concedió una entrevista en los años noventa en la que relató lo sucedido tras su victoria en el Tour de Francia. Era algo desconocido para las jóvenes generaciones de corredores, para los nuevos responsables del ciclismo mundial. "Ojalá nunca hubiese ganado aquel Tour. Solo yo sé lo que sufrí" llegó a decir lleno de dolor y rencor. Con el tiempo el Tour intentó desagraviarle y se sucedieron los homenajes públicos.