Owens, Nurmi, Zatopek, Lewis, El Guerrouj, Bubka, Gebre, Bekele. La realeza del atletismo. Pero por encima de todos ellos, a la distancia que cada uno establezca, figura sin ninguna duda Usain Bolt. Liberado de presión tras su victoria en la final de 100 metros -la prueba en la que realmente se sentía vulnerable por sus deficiencias en la salida y el buen momento de Justin Gatlin- el jamaicano escribió uno de los capítulos más brillantes de su carrera deportiva para ganar con la exuberancia que acostumbra la final de 200 metros de Pekín y colgarse la décima medalla de oro (siete de ellas en pruebas individuales para romper el empate con Bubka) en un Mundial de atletismo. Nadie lo ha conseguido antes y cuesta trabajo imaginar que alguien será capaz de alcanzarlo en el futuro. Aquel nulo de Daegu en 2011 en los 100 metros es el único borrón de la carrera inmaculada, perfecta de este icono del atletismo y del deporte mundial.

Los 200 metros son para Bolt su hogar, el lugar en el que se siente protegido y también inalcanzable. En el Nido del Pájaro volvió a confirmarlo para dejar en evidencia a gurús y profetas que habían anunciado su ocaso en Pekín. Algunos de ellos ilustres como el mismísimo Michael Johnson para quienes la discreta temporada del jamaicano y las imponentes marcas de Gatlin conducían a su inevitable derrota. Como si con Bolt se pudiese aplicar la lógica con esa simpleza. La realidad es otra. A la hora de la verdad el jamaicano detuvo el crono en 19.55, mejor marca de la temporada, décima de todos los tiempos. A la hora convenida apareció su mejor versión, lo que distingue a leyendas como él. En unas condiciones ideales de temperatura y humedad, Gatlin -la gran amenaza- fue incapaz de moverse en los mejores tiempos de la temporada. Bolt, sí.

La carrera tantas veces vista. Sin la presión en los tacos que soporta en los 100 metros, donde los errores siempre se pagan en el marcador final, Bolt partió incluso mejor que el estadounidense, más tenso que su rival, comido por esa necesidad de ganar a Bolt, de verse favorito. Luego vino la curva que el jamaicano traza como si fuese por raíles. Donde la mayoría de velocistas da la impresión de estar a punto de salirse del carril, Bolt compone una figura perfecta. Ajeno a la falta de referencias entró en la recta por delante de Gatlin, que al correr dos calles a su izquierda siempre tenía la referencia de su gran rival. El jamaicano solo obtuvo información de la situación real al entrar en la recta final, apenas un par de metros por delante de Gatlin que el americano dio la impresión de reducir en esas primeras zancadas. Un esfuerzo tan generoso como inútil. Bolt no se descompuso ni un solo instante. La cadera en su sitio, la zancada tan elegante como poderosa, la misma frecuencia. Fue alejándose de sus rivales mientras Gatlin veía escapar su tren hacia el oro. A diferencia de los cien metros, donde solo una centésima les separó, la final de 200 le ofreció a Bolt la posibilidad de disfrutar del triunfo, de señalarse antes de la meta el pecho y de reivindicar su figura. Aullaba el estadio pekinés, respiraba el mundo del atletismo que cuida y protege a su principal icono. Tercer doblete de Bolt (100 y 200) que se incorpora a la relación de atletas que han sido capaces de ganar en cuatro ediciones de un Mundial una misma prueba. Esos 200 metros en los que desde 2008 es un puro androide para el resto.

Gatlin se marcha con otra plata -aunque si los americanos no hacen el primo en la entrega del testigo, lo normal es que conquisten el 4x100 y se lleve a casa una pequeña satisfacción- con un crono de 19.74. Por detrás, el bronce fue para el joven surafricano Anaso Jobodwana (19.87), otro prometedor velocista de ese país. El cuento tuvo un final feliz. Ganó el atleta bueno, perdió el que un día hizo trampas y jamás será capaz de limpiar su nombre. Bolt hizo el mejor resumen tras la carrera de lo que había sucedido: "En el 200 soy otro hombre". No hay ninguna duda.