El fútbol americano superó hace más de cien años una importante crisis que estuvo cerca de condenarlo a la desaparición. La extremada violencia que se veía en los estadios, la lista de lesionados y de muertes que se producían cada temporada llevaron a muchos de sus responsables a plantearse su cierre ante el fuerte movimiento de oposición que se extendía por todo el país. Fue un presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, quien acudió entonces al rescate de un deporte que parecía herido de muerte.

"La muerte es el jugador número doce". Esta frase, popularizada en el mundo del fútbol americano, da una idea de la realidad que vivía este deporte a comienzos del siglo XX. Con un reglamento que ya poco tiene que ver con el de ahora, los partidos se habían convertido en un interminable parte de sucesos. Parecían una pura refriega motivada por unas normas que primaban por encima de todo el contacto físico de dos líneas de jugadores, sin apenas protecciones, que chocaban violentamente para intentar que un corredor -solo se podía pasar hacia atrás- llegase a la zona de anotación. Los huesos rotos, los cráneos hundidos, las conmociones cerebrales y las muertes estaban al orden del día. En 1904 el Chicago Tribune se tomó la molestia de contabilizar los daños provocados durante los partidos jugados durante la temporada: 18 muertos y 159 heridos graves.

Movimiento en contra

El fútbol americano por entonces no tenía una estructura profesional como sucedía con el béisbol y el impresionante desarrollo del deporte se producía gracias a las universidades donde su popularidad era inmensa. A la gente le apasionaba -seguramente atraídos por ese contacto físico que otras modalidades no podían ofrecerles- y cada año crecía el número de espectadores que se acercaban a los estadios. Lo grave del asunto, lo más duro para la opinión pública, es que quienes se estaban dejando la salud y en ocasiones la vida en los terrenos de juegos eran jóvenes de poco más de veinte años. La situación comenzó a generar un importante movimiento en contra del fútbol americano que se extendió por todo el país.

Muchas fuerzas se alinearon en ese frente. Los padres de los deportistas, gente influyente en algunos casos, que temían por la vida de sus hijos; algunos gobernadores e influyentes medios de comunicación que no dudaron en posicionarse aún a riesgo de encontrarse con el rechazo de buena parte de sus lectores que disfrutaban con el deporte. El New York Times llegó a publicar un editorial en el que decía que el país y sus políticos debían volcarse en erradicar sus dos males "curables", los linchamientos en las calles y el fútbol americano.

La situación se agravó durante el siguiente año. En 1905 la lista de muertos llegó a 19 y la de heridos graves a 207. "La cosecha de la muerte" comenzaron a llamar al recuento que se había acostumbrado a realizar el Tribune, otro de los contrarios al deporte. Algunas de las universidades tomaron entonces cartas en el asunto. Stanford, California, Duke y Columbia anunciaron que suspendían sus programas de fútbol americano porque no estaban dispuestas a seguir perdiendo "lo mejor del país" por culpa de un deporte.

La amenaza se hizo mucho más grande cuando Harvard, una de las cunas de esta modalidad, hizo pública su intención de abanderar esa pelea y sumarse a la lista de universidades donde se prohibiría su práctica. Un golpe que podría ser letal por el enorme peso que este centro tenía en la historia del football. Su principal responsable, Charles Elliot, creía que era un espectáculo aún más violento que "las corridas de toros o las peleas de gallos" y nunca disimuló su intención de erradicarlo. Lo hubiera hecho antes si no fuese porque dentro de la universidad también había gente que se oponía a tomar una decisión tan radical. Pero a finales de 1905 existía el ambiente ideal para abordar esa cuestión con posibilidades de prosperar. Y Elliot intensificó sus esfuerzos.

Jugador frustrado

El asunto pasó a convertirse en una prioridad para el presidente de Estados Unidos, Theodore Roosevelt, que después de participar en las negociaciones de paz entre Rusia y Japón señaló el football como el principal asunto de su agenda. Le gustaba -su miopía impidió que jugase en la universidad- porque creía que representaba el espíritu luchador de la sociedad americana, pero entendía que si seguía multiplicándose el número de muertos en los estadios sería imposible detener el movimiento en contra que cada día ganaba más partidarios. En lo personal también estaba afectado porque su hijo jugaba para Yale y la presión también la recibía desde su propia casa. Su mujer Edith le insistía en que hiciese algo para preservar la salud de su hijo a quien ya le habían reventado la nariz en un partido.

Roosevelt convocó el 9 de octubre de 1905 en la Casa Blanca a los entrenadores de las principales universidades (Harvard, Yale y Princeton) para describirles el peligro al que se enfrentaban de ver cómo desaparecía el deporte que amaban. No quiso en esa reunión otro tipo de representantes porque tenía claro que el problema se debería solucionar desde dentro. "Si no lo solucionamos ahora, en diez años ustedes no tendrán trabajo", les dijo. Walter Camp -entrenador de Yale, una autoridad, considerado el padre del fútbol americano ya que era el responsable del reglamento que estaba vigente- no se tomó en serio la amenaza, pero sí lo hizo Bill Reid, el técnico de Harvard.

Sabía de los movimientos que había en su propia universidad, del ambiente que existía en la calle y tenía claro que el peligro era real. Se preocupó por reunir a la Asociación Atlética Intercolegial (lo que ahora es la NCAA) y comenzaron a trabajar en un borrador. Nacieron ahí muchas de las reglas que ahora conocemos. Se fijó en diez el número de yardas que había que recorrer en cada intento (era de cinco), se modificó la forma de placar, las sanciones y sobre todo, nació el pase adelantado. Eso revolucionó por completo el juego. Nacieron los lanzadores, los receptores abiertos y el juego se abrió, se alejó de esa pelea barriobajera en la que se había transformado. El cambio porque al principio los equipos no estaban muy convencidos de cómo jugar hasta que tres años después Notre Dame destrozó al equipo de la Army con un juego nunca visto hasta entonces. Siguieron muriendo jugadores, pero la sangría se fue deteniendo.