Este fin de semana se cumplieron 58 años del accidente que en el aeropuerto de Múnich acabó con el Manchester United y que sumió al fútbol en una profunda depresión. Murieron 23 personas, ocho de ellas futbolistas de aquel magnífico equipo que parecía destinado a reinar en Europa. Un suceso del que el club tardó en recuperarse. Pero aquel 6 de febrero de 1958 hubo otra víctima: James Thain, el piloto del avión y a quienes las autoridades alemanas hicieron único responsable del desastre.

La historia sigue doliendo por muchos años que pasen. Aquel magnífico Manchester United que Matt Busby había formado con un grupo de jóvenes futbolistas y que parecía en condiciones de discutirle al Real Madrid su hegemonía en Europa quedó destruido en Múnich el 6 de febrero de 1958. Habían hecho escala en el aeropuerto alemán para repostar. El día anterior se habían clasificado para semifinales de la Copa de Europa tras empatar a tres goles en Belgrado con el Estrella Roja con lo que los Busby Babes ya parecían más cerca de su sueño. La escala duró poco tiempo. El avión, un Ambassador de la British European Airways (BEA, hizo dos intentos de despegue consecutivos que el capitán James Thain abortó debido a la repentina desaceleración que se producía en los motores. Comunicó a los pasajeros que volviesen a la terminal y realizó una inspección del aparato en busca del problema. Nevaba intensamente sobre Múnich y el riesgo de quedarse en Alemania se cernía sobre la expedición. De hecho, Duncan Edwards, el mejor futbolista de aquella generación y que moriría semanas después en un hospital alemán, envió un telegrama a su casera desde el aeropuerto para comunicar que el mal tiempo les obligaba a quedarse allí y que no llegaría hasta el día siguiente. Pero Thain, que no encontró nada extraño en el aparato, consiguió permiso para despegar y hacer un último intento que quedaría cancelado a las 15:04.

Thain y su copiloto, otro capitán llamado Kenneth Rayment y que como él había combatido en la RAF durante la Segunda Guerra Mundial, habían intercambiado sus asientos, algo que la normativa prohibía pero que era habitual en las tripulaciones tan expertas como la suya. Llevaban tiempo volando juntos y a Rayment, gran aficionado al fútbol, le hacía ilusión ser él quien pilotase el vuelo que llevaba de vuelta a casa a tan singular pasaje. En el tercer intento de despeje todo fue peor. Apuraron la pista pero el problema con la desaceleración se repitió. El avión levantó ligeramente el morro pero no tenía potencia para despegar. El Ambassador se salió de la pista, chocó con una casa y un camión y estalló envuelto en llamas. El balance resultó desolador: 23 de los 38 ocupantes que había en la aeronave murieron. Algunos en el acto, otros durante los días siguientes a causa de las heridas como Edwards o el copiloto Rayment que nunca llegó a despertar de la conmoción cerebral que sufrió. Una tragedia que sobrecogió por completo a Inglaterra, incapaz de asumir aquella pérdida.

Pero en medio del drama aún quedaba por esclarecer el motivo del accidente y establecer las responsabilidades si las hubiese. En un tiempo de evidente desconfianza entre Alemania e Inglaterra las autoridades germanas nombraron responsable de la investigación a Hans Reichel, expiloto de la Luffwafe, que llegó a la escena a las pocas horas de haberse producido el accidente. Sus primeros análisis le llevaron a pensar que el hielo que encontró en las alas de la aeronave había ido la causa de aquella súbita pérdida de potencia. Se basó en su propia inspección, en el testimonio de algunas de las personas que participaron en las tareas de rescate y en una fotografía que tomaron al avión desde la terminal minutos antes de despegar y en la que se aprecia el brillo del hielo en las alas. De ser así la responsabilidad correspondería a Thain y a su copiloto que deberían haber sido los encargados de retirar el hielo. Dos meses después del accidente, con el país aún conmocionado, el Gobierno alemán dio a conocer el resultado de la investigación. El hielo, que debía haber retirado el piloto, era la causa del accidente y la decisión de intercambiar su posición en la cabina con Rayment suponía una irresponsabilidad y podía haber generado cierta confusión a bordo a la hora de tomar decisiones en una situación límite como la vivida el 6 de febrero. A su juicio, el piloto era el responsable del trágico accidente.

La BEA apartó a Thain de su trabajo y éste se retiró desolado a su granja en Berkshire. Oficialmente era el villano de la historia, el irresponsable que había conducido a la tragedia al grupo más extraordinario de deportistas que había en Inglaterra. Obstinado, dedicó todo su tiempo y esfuerzo a buscar las razones de aquel accidente. Una pelea en absoluta soledad. Estaba convencido de que el hielo no tenía la culpa y desde el primer momento se convenció de que la verdadera razón estaba en el exceso de nieve que había en el tramo final de la pista. De ser así, la responsabilidad correspondería a las autoridades del aeropuerto de Múnich por tenerla en malas condiciones. Pese a la escasez de medios forenses de aquel tiempo, Thain se las ingenió para acumular pruebas a su favor. Descubrió que unos años antes en el aeropuerto de Vancouver un avión había tenido un problema similar a causa del exceso de nieve y los investigadores canadienses concluyeron que una capa de cinco centímetros de nieve era suficiente para impedir a determinados aviones alcanzar la potencia necesaria para despegar. Enviaron una comunicación a todas las compañías, aunque la BEA no lo tuvo en consideración. Casi por casualidad Thain pudo llegar al testimonio completo de Karl Hains, una de las primeras personas que llegaron al avión tras el accidente. Había declarado a Reichel que ayudó a sacar al copiloto de la cabina y que al subirse al ala no apreció la existencia de hielo y que debió formarse después. Estaba seguro porque llevaba botas de goma que le hubieran impedido moverse por allí sin caerse. Esta parte de su testimonio fue excluido de la investigación oficial.

En 1961 Thain, que llevaba más de un año tratando de reabrir el caso, fue despedido oficialmente por la BEA. Un borrón gigantesco en una hoja de servicios impecable. La razón principal que argumentaron para ello fue haberse intercambiado el asiento con Rayment. Se negó a rendirse también en ese momento. Llamó a todas las puertas y en 1965 los alemanes aceptaron evaluar sus pruebas y repasar el caso. Nada cambió. Reichel mantuvo su opinión pese a que la mujer de Thain, ingeniera química, había demostrado que el hielo que encontró el investigador alemán era consecuencia del bicarbonato de sodio que los bomberos utilizaron para controlar el fuego en el Ambassador. Pero todos los esfuerzos eran inútiles.

El destino de Thain cambió en 1967 cuando el Primer Ministro británico, Harold Wilson, aseguró a la salida de un partido del Manchester United que se estaba cometiendo una injusticia con él y el Gobierno ordenó una investigación. Salieron entonces a la luz muchas de las conclusiones a las que había llegado el piloto durante sus años de investigación encerrado en su granja. Los experimentos de su mujer con el bicarbonato de sodio, las pruebas que algunas compañías estaban realizando sobre el despegue con nieve, los testimonios mutilados o la constatación de que aquella tarde el Ambassador, por sus características, había necesitado utilizar más metros de pista que los vuelos que habían despegado minutos antes y que por eso se había adentrado en la zona donde había más nieve acumulada. Pero lo que acabó de solucionar todo fue el análisis de la famosa imagen tomada desde la terminal del avión poco antes de despegar. El estudio del negativo demostró que lo que Reichel consideraba hielo en las alas no era más que el reflejo de la luz. Ante todas esas evidencias Thain fue exonerado de toda culpa, su hoja de servicios limpiada aunque nunca más volvió a volar. Los alemanes, en cambio, nunca le disculparon y mantuvieron su versión. Thain había necesitado once años para salvar su honor. Había dedicado su vida a ello. Tenía 36 años cuando sucedió el accidente y ahora, con 47, estaba agotado física y mentalmente, aunque liberado en parte de una pesada carga. Retirado forzosamente en su granja su cuerpo resistió cinco años el desgaste que le había supuesto su lucha. Con poco más de cincuenta un infarto acabó con él.