El admirado ciclismo italiano de mitad del siglo XX regaló algunas de las aventuras, duelos y gestas más grandes que ha vivido el deporte para convertir este deporte en el principal entretenimiento del país en dura pelea con el fútbol. Y en medio de tanta épica también encontró espacio para ofrecer anécdotas y personajes especiales como Luigi Malabrocca, el corredor que se hizo famoso por las artimañas utilizadas para ganar el premio que se daba en el Giro de Italia a quien acabase el último. Convertir en un negocio perder.

Un tipo con olfato. Luigi Malabrocca vio una interesante oportunidad cuando la Gazzetta dello Sport, organizador del Giro, anunció un importante premio económico para el corredor que ganase el maillot negro que entre 1946 y 1951 distinguiría al último clasificado de la ronda italiana. Para este piamontés de 25 años, amigo y compañero ocasional de entrenamiento de Fausto Coppi, era la ocasión de ganar las liras a las que nunca podría acceder peleando contra los grandes mitos del pelotón internacional. En su carrera sumó algunos triunfos como el de la Copa Carena en 1946, la París-Nantes de 1947, la Copa Agostoni de 1948 o el Giro de Croacia y Slovenia en 1949. Triunfos modestos como corresponde a un ciclista modesto, un escalón por debajo de los grandes nombres que ocupaban las portadas de los diarios italianos en aquel tiempo.

Tal vez su vida hubiese sido diferente de no cruzarse en el camino la Segunda Guerra Mundial. Una frase que se puede aplicar a cualquier ciudadano que haya vivido a mediados del siglo XX en esa Europa devastada por la sinrazón. Al poco de estallar el conflicto, Malabrocca fue destinado al frente de África de donde fue repatriado con urgencia tras perder en la guerra a dos de los seis hermanos que tenía. Un caso que se asemeja mucho al que Spielberg narró en Salvar al soldado Ryan. Desmotivado y roto por el dolor a Malabrocca le costó volver a subirse a la bicicleta, pero lo hizo a tiempo de situarse en la línea de salida del Giro de Italia de 1946. Una edición complicada porque el país estaba destrozado en todos los sentidos y apenas había ánimo ni dinero para levantarse de nuevo. Las carreteras estaban reventadas por los bombardeos y por el paso de las unidades militares. Parecía casi imposible que los organizadores encontraran la forma de que un pelotón de ciclistas atravesaran el país sin abrirse la cabeza en algún socavón. Pero lo hicieron. Y para darle mayor relevancia a la prueba ofrecieron una importante suma al ganador y crearon el maillot negro para el último clasificado.

Malabrocca fue el primero en darse cuenta de que el negocio para un tipo como él era buscarse la vida con la intención de acabar el último. Requería importantes dosis de destreza porque debía calcular con precisión para entrar dentro de los límites que permitía el reglamento en función del tiempo que empleasen los primeros clasificados. Habitualmente dejaba sus artimañas para los últimos kilómetros. Hizo de todo. Se escondía en granjas, entraba en casas de vecinos, llegó a meterse en un pozo o simuló todo tipo de averías mecánicas para ir descolgándose del pelotón y realizar luego con calma los últimos kilómetros de la etapa.

Fazio, Zanazzi o Casola, otros modestos participantes del Giro, son algunos de los corredores que le disputan al comienzo el maillot negro, pero no pueden con la destreza de Malabrocca para perder. Arrasa en 1946 y se lleva para su casa la camiseta y el jugoso premio en metálico tras finalizar a más de cuatro horas de Gino Bartali. Al año siguiente, en 1947, repite galardón con seis horas de retraso sobre el tiempo que necesitó Fausto Coppi para apuntarse el maillot rosa. Luisin, el mote que tenía desde niño, se convierte en una pequeña celebridad. La apuesta arriesgada de la Gazzetta Dello Sport da resultado entre el gran público que se encariña con esa pelea entre trileros y dispara la popularidad de Malabrocca. La gente se queda en la línea de meta expectante a la espera del corredor piamontés. Le llevan regalos de sus casas (casi siempre comida) y se convierte en un negocio para sus compañeros de equipo, encantados de tener un tipo con su visión y su nivel de aceptación.

En 1948 los aficionados sufren un pequeño revés porque su equipo, el Edelweiss, no fue invitado por la organización y al año siguiente se encontró con un inesperado rival. Se llamaba Sante Carollo, un albañil pelirrojo de Vicenza que no tenía pensado pelear por el maillot negro. Pero llegaba muy mal preparado al Giro, tanto, que en la primera etapa dura cedió casi una hora y estuvo a punto de coger el tren de vuelta a su casa. Pero lo retuvo el aliciente que se abría ante él, la posibilidad de disputarle a Malabrocca su ansiado último puesto de la general. Estuvo hábil durante toda la carrera, marcó en la mayoría de las etapas a su gran rival -todo un experto del escapismo- y mantuvo la última posición siempre con mucho margen. Malabrocca ya no sabía cómo quitárselo de encima.

Se llegó así a la última etapa que unía Turín con el circuito de Monza tras 267 kilómetros aparentemente sencillos. Malabrocca llevó al extremo su plan. Se metió en casa de unos vecinos y allí se pasó un buen rato comiendo y charlando de pesca. Carollo seguía en mitad del pelotón, convencido de que su distancia de casi dos horas era suficiente y que su rival no tenía margen. Malabrocca entró en el circuito de Monza dos horas y media después de que lo hiciese el grupo. Cuando llegó no había ni línea de meta. Todo estaba desmontado. Los jueces le dieron el mismo tiempo que al resto del grupo y, aunque reclamó, los organizadores entendieron que había llevado su farsa demasiado lejos. El cinese (el chino) que es otro de los sobrenombres que le adjudican por sus ojos ligeramente rasgados, encaja mal el golpe y se aparta de las carreteras.

Se dedica al ciclocross y ni tan siquiera el esfuerzo de la Gazzetta, que aumenta el premio en 1951 con la intención de hacerle volver, consigue su objetivo. Pinarello, que luego sería célebre construyendo bicicletas, se lleva el honor de ser el último ciclista en lucir el maillot negro. Al año siguiente hizo su última incursión en el Giro. Ya no existía su principal motivación en la carrera, la que le daba fama y regalos, y sus piernas ya no estaban para competir a ese nivel por lo que no tardó en retirarse. De la carrera y del ciclismo. Se fue a su casa, a cuidar de la familia que acababa de fundar y a convivir con la etiqueta de ser el primer ciclista que se hizo famoso por algo tan habitual como es perder.