País de contrastes, Brasil se lució en su puesta de largo olímpica enlazando espectáculo vistoso pero austero (casi íntimo a ratos) y reivindicaciones para evitar la catástrofe que acecha a la Naturaleza. Abucheos y música, éxtasis de colores y denuncias ecologistas, belleza en un solo cuerpo de mujer y miles de bailarines en danza nada macabra. Contagiosa.

La ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos en el estadio Maracaná agitó en una fiesta sincronizada al máximo imágenes de gran belleza en las que mandó la imaginación sobre el alarde tecnológico. Nada que ver con el arrogante despliegue de los británicos. La humanidad por encima de las máquinas. Latidos profundos del Brasil mestizo por cuya sangre cruzan culturas, pueblos y sentimientos de muy distinto pelaje y paisaje. Honesto mensaje, necesario siendo los primeros Juegos que organiza un país sudamericanos: ojito, mundo ciego y cruel, que nos estamos cargando nuestro futuro, repasen y vean lo que ocurre con el Amazonas. Por eso el pebetero que encendió el atleta Vanderlei de Lima es pequeño y ecológico. Qué menos que dar ejemplo.

Dirigía el cotarro el director Fernando Meirelles y eso marca las distancias. Tipo de talento punzante y talante inquieto. El cineasta que entró a saco en las favelas para mostrar con estética feroz toda la miseria en Ciudad de Dios se puso las botas denunciando atrocidades contra la Naturaleza pero también usó guante de seda para mostrar la belleza de su tierra. La gente que llenaba el estadio formó un coro para bramar contra el presidente interino Michel Temer como representante abochornado de una clase política que luchó por tener una fiesta olímpica cuando hay tanta gente sin platos en la mesa. Pero luego cantó y bailó y lloró y sonrió como solo saben hacerlo los brasileños.

"Aquel abrazo", el himno de la nostalgia encerada por la vitalidad de Gilberto Gil, fue una forma de pasar el testigo al pueblo, dejemos que hablen los brasileños sin voz y con voto maltrecho. Ecos de la historia resonaron en el escenario: los colonizadores portugueses que dieron a Brasil su nombre de árbol generoso, los aborígenes del Amazonas sediento, la lacra de la esclavitud (cuatro siglos: de ahí las cadenas bien visibles), el réquiem cotidiano de las favelas, la revolución del asfalto...

Música con raíces

Las coreografías eran precisas. Preciosas. Masas conducidas con gusto y elegancia bajo efluvios de luz. Qué ritmo. Brasil a tope, ruido y furia con poso de melancolía: el himno cantado por Paulinho da Viola se dejó de monsergas y fanfarrias y sonó suave y apaciguador, casi una plegaria con toque de protesta y complicidad. Sin Beatles o Rolling a los que invocar: la música brasileña obedece a las reglas de lo popular, hunde sus raíces en la calle, en los caminos, en la arena.

Antes del agotador desfile de deportistas, solo apto para insomnes, el Maracaná vibró (y esto no es una crónica de fútbol) con una catarata musical en la que hubo de todo para todos. Samba caliente, funk en volandas, forró en cantidad y pasinho para dar y bailar. Gilberto Gil y Caetano Veloso en su salsa, poniendo los oídos de punta. Ah, y que le zurzan a Donald Trump: vivan los cruces de razas y también la libertad para elegir sexualidad: la modelo Lea T, hija del exfutbolista Toninho Cerezo, fue la primera transexual en desfilar en la apertura de unos Juegos. Con orgullo.