Se marcha invicto de unos Juegos Olímpicos y tras él queda un vacío gigantesco, una sensación de orfandad que no será sencillo de asumir para un atletismo enfocado casi siempre hacia él. Usain Bolt culminó en Río de Janeiro su gran obra, la que inició en el Nido de Pájaro de Pekín hace ocho años ante los ojos asombrados del mundo. Allí llegó la primera medalla de oro de una serie cerrada ayer tras el incontestable triunfo de Jamaica en el relevo 4x100. Sus nueves oros (en nueve pruebas) le sitúan junto al finlandés Paavo Nurmi y el velocista americano Carl Lewis. Nadie fue capaz de ganar en la pista de atletismo más pruebas olímpicas que ellos.

Bolt perseguía la inmortalidad con su participación en Río de Janeiro. Así lo dijo en la víspera de comenzar a competir. Se marcha con ella. Tras la última de sus victorias, durante la vuelta de honor que hizo junto a Powell, Blake y Ashmeade, sus compañeros en el relevo, Bolt se detuvo en la línea de meta de la pista, se arrodilló, besó el tartán y abrió los brazos para regalar una imagen icónica a los fotógrafos que retratan hasta el último de sus gestos. En esa foto ya no aparece el atleta, sino el mito absoluto, la leyenda del atletismo en la que se ha convertido. Bolt ha sido el dominador más grande que ha conocido una pista de atletismo. Muchos otros han gobernado sus pruebas con autoridad, durante bastante tiempo incluso. Pero todos ellos han terminado por perder, por descubrir que siempre aparece una generación nueva más rápida, más preparada, que termina por retirarles y por convencerles que el tiempo es implacable incluso con los más grandes. Bolt se marcha sin perder, sin que nadie le enseñe la puerta de salida, sin que haya dado excesivas muestras de agotamiento o de hartazgo. Seguramente asomará dentro de un año en el Mundial de Londres, pero lo que resulta indudable es que su historia olímpica concluyó en esa última recta que hizo el viernes por la noche en el estadio Joao Havelange para regalar a Jamaica un nuevo título olímpico en el relevo corto.

La carrera se convirtió en una nueva coronación de Bolt y de sus colegas y el enésimo fiasco de los norteamericanos que, con un relevo discreto, terminaron como tantas otras veces: descalificados. Su incoherencia a la hora de entregar el testigo no tiene explicación. Jamaica volvió a ser más fiable aunque no fue el equipo demoledor de otros días. Los años pesan en gente como Powell, como Ashmeade y en Blake, que solo tiene 26, se aprecia la erosión que han provocado las lesiones en su cuerpo. No es el cohete de otro tiempo ni parece que él vaya a heredar el trono de su compatriota como todo hacía indicar no hace mucho. Aún así los jamaicanos hicieron una carrera coherente, asegurando las entregas y manteniéndose ligeramente en cabeza para que Bolt recibiese el último testigo en buena situación. Cuando le llegó estaban los magníficos japoneses a su lado, los americanos y no muy lejos, los ingleses. Suficiente para él. El prodigio jamaicano aceleró en la recta y se marchó como un cohete a por su novena medalla de oro por delante de Japón y de Canadá. El trabajo ya estaba terminado. El estadio estalló de felicidad, como sucede en todas aquellas plazas en las que compite y gana. Bolt ha llevado mucho interés y felicidad a las pistas de atletismo. Por eso el vacío que se abre ahora es gigantesco. Es imposible reemplazar a alguien como él.