En 1956, pocos años después de la muerte de Stalin, Nikita Jrushchov, en su afán por transmitir cierto aperturismo y aligerar de tensión las relaciones de la URSS con Occidente, ofreció durante una visita oficial a Inglaterra la posibilidad de establecer un programa de intercambio económico y cultural que sería bueno para ambos países en un momento de constantes recelos y donde cualquier pequeña chispa podía dinamitar el débil equilibrio que existía en el planeta. Se trataba de hacer política, negocios si era posible y entretener a ambas sociedades con otros espectáculos más mundanos. Entre otras iniciativas, Jrushchov planteó que el Ballet Bolshoi, que nunca había pisado suelo británico, actuase durante varios días en Londres, algo por lo que la sociedad inglesa perdería la cabeza. Ambas delegaciones diseñaron entonces un plan en el que incluyeron para finales de julio un encuentro atlético entre el Reino Unido y la URSS que se desarrollaría en el estadio londinense de White City. Una gran noticia para los deportistas que, en un tiempo con escasas competiciones internacionales, agradecerían enfrentarse a rivales de primer orden mundial a solo unos meses de viajar a Melbourne para disputar una nueva edición de los Juegos Olímpicos.

En la extensa delegación rusa (formada por más de cien deportistas) una de sus indiscutibles estrellas era Nina Ponomareva. La lanzadora de disco se había convertido cuatro años antes en la primera rusa en lograr un oro olímpico en atletismo. Sus padres habían sido deportados por cuestiones políticas y ella había llegado al atletismo a una edad algo tardía. Pero su fuerza innata aceleró el camino hacia la gloria. Desde que comenzó a competir los récords fueron cayendo y en 1952 en Helsinki, en su primera gran competición internacional con 23 años, dejó sin respuesta a sus rivales para lograr el oro olímpico. Cuatro años después, ya casada y con un niño de dos años, nada parecía separarle de la victoria en Melbourne. Lo que no imaginaba la lanzadora es que la visita a Londres iba a acarrearle tantos dolores de cabeza.

Ponomareva, como tantos otros componentes de la delegación, aprovechó el tiempo en Londres. Todos se entrenaron con la intención de llegar a un buen nivel a la cita, pero también cumplieron con el programa de cualquier turista que pisa la capital inglesa por primera vez. En el caso de la lanzadora las compras eran una cita inexcusable, especialmente los sombreros, prenda por la que se sentía especial predilección. La deportista pasó una tarde junto a varios componentes del equipo recorriendo los negocios de Oxford Street. En la tienda de C&A se compró cinco sombreros -de diferentes colores, uno de ellos de lana rojo para su niño- y deambuló durante un rato mientras esperaba reencontrarse con sus compañeros de paseo. Algo llamó la atención de los responsables de seguridad de la tienda que se acercaron a la rusa para preguntarle por lo que llevaba en la bolsa y exigirle el recibo de la compra. Ponomareva, que no sabía una palabra de inglés, era incapaz de explicarse. Además no tenía ningún documento que acreditase que aquellos sombreros eran suyos. La lanzadora trataba de explicarles que en su país era habitual que no se facilitase al comprador ningún recibo y que ella por error no lo había recogido en este caso. La conversación era imposible por mucho que Ponomareva se ofreciese incluso a pagarlos de nuevo. Sus intentos por hacerse entender, por explicarles que no tenía necesidad de robar aquellos sombreros, eran inútiles. El comercio ya había llamado a la policía, que se la llevó a la comisaría del West End. El cargo del supuesto robo era de una libra, 12 chelines y 11 peniques. Después de declarar ya con la ayuda de un intérprete, la atleta regresó al Hotel Lancaster con el resto de sus compañeros aunque tenía que comparecer al día siguiente en la corte de Marlborough para someterse a un juicio.

Todo se descontroló desde ese momento. La expedición rusa consideró un insulto el trato recibido por su campeona olímpica y anunció que no participarían en el encuentro atlético en White City. Los ingleses, pese a sus esfuerzos diplomáticos, no consiguieron reconducir la situación y con profundo pesar Harold Abrahams, responsable del atletismo en su país, confirmó al día siguiente la cancelación del duelo. No acaba ahí la cosa. Desde Moscú las estrellas del Bolshoi dijeron no sentirse seguras viendo lo que le había sucedido a Ponomareva y renunciaron a viajar en octubre a Londres como estaba previsto. Los ingleses hacía días que habían agotado las localidades para ver a ballet más prestigioso del mundo y algunos incluso habían hecho cola durante días. Otro palo para las relaciones entre ambos países. Lo que había sido organizado por Jrushchov como una herramienta para facilitar las relaciones internacionales estaba ayudando a empeorarlas.

Mientras tanto, Ponomareva desapareció. No compareció al día siguiente ante el juez como era su obligación y las autoridades la buscaron sin suerte. Sus compañeros regresaron a Moscú sin ella y la embajada en Londres negó conocer su paradero. No era cierto. La lanzadora llevaba desde el primer momento escondida entre sus muros. Allí permaneció durante 44 días. Temerosa de salir mientras a su alrededor se multiplicaban las negociaciones para resolver poco menos que una anécdota y que sin embargo llenaba espacio en los tabloides ingleses. Estaban más pendiente de este asunto que de los agujeros que a la paz mundial se le iban abriendo en diferentes zonas del planeta. Finalmente salió de la embajada y en medio de una expectación gigantesca se presentó ante un juez que la condenó a pagar una multa de tres guineas (el doble de lo que le costaron los sombreros) sin otros cargos. Entonces ya pudo regresar a casa con su familia para preparar en un tiempo récord los Juegos de Melbourne. Las seis semanas en la embajada rusa acabaron por pasarle factura y a Ponomareva, lejos de su mejor forma, solo le alcanzó para conseguir la medalla de bronce en la cita australiana. Tampoco le importó en exceso. Cuatro años después en Roma recuperaría el oro olímpico para confirmarse como una de las más grandes de todos los tiempos. En el aire siempre quedó la duda de si pagó aquellos sombreros de la discordia. Ella defendió hasta el último día que sí lo había hecho y la policía acreditó que el cambio que había en su bolso era el que correspondía al pago de las cinco prendas. Y el Bolshoi, finalmente, pisó en otoño de 1956 el Royal Albert Hall.