Esta semana se ha hablado mucho de maldiciones en el béisbol americano. Los Chicago Cubs rompieron el gafe que les perseguía desde hace 1908 y que les ha mantenido durante 108 años sin lograr el triunfo en las Series Mundiales. Una de las razones de este milagro fue Theo Epstein, el mánager general de los Cubs. Él también estaba al frente de los Boston Red Sox cuando éstos consiguieron romper hace una década el maleficio que les atormentó durante casi noventa años.

A finales de 1919 una tormenta de indignación sacudió la ciudad de Boston. Aquel mes de diciembre, de temperaturas gélidas y nevadas copiosas, los periódicos encendían casi todos los días los ánimos de sus lectores con los rumores que apuntaban a que los Red Sox se estaban planteando la venta de Babe Ruth, su indiscutible estrella y el hombre sobre el que todo parecía indicar que se edificaría el futuro del equipo de Boston. Apenas tenía 24 años. En los cinco años que llevaba con la franquicia, los Red Sox habían conquistado tres veces las Series Mundiales y su llegada había supuesto un impulso extra para la escuadra más exitosa del momento.

George Herman Ruth era motivo de orgullo para Boston, de quien presumían a todas horas. Era hijo de un pareja de taberneros de Baltimore al que introdujo en el béisbol uno de los curas del orfanato católico en el que fue internado y donde no tardó en dejar claro su carácter complicado. El abandono que sufrió por parte de sus padres (una pareja que se despreocupó por completo de sus ocho hijos, de los que solo dos superaron la infancia) influyó en su comportamiento casi siempre arisco. Solo el béisbol parecía serenar sus ánimos. Los Orioles de Baltimore advirtieron sus condiciones y le ficharon con 19 años. Jack Dunn, su dueño, pasaba por ser uno de los grandes cazadores de talentos de Estados Unidos y por eso se le bautizó como el nuevo bebé de Jack. A partir de ese momento ya solo se le conocería como Babe Ruth. Solo duró cinco meses en Baltimore. Los Boston Red Sox le ficharon convencidos de que aquel muchacho era un tipo especial. Y no se equivocaron. Tampoco les echó atrás su fama conflictiva o su vida, demasiado agitada para alguien que no había cumplido la veintena. De hecho, ya se había casado con una chica de 17 años que trabajaba en una cafetería de Boston y con la que adoptó una niña a los pocos meses.

Pero Ruth llenaba cada noche Fenway Park, estadio que había abierto sus puertas en 1912 para convertirse en un monumento del deporte mundial. En sus comienzos en Boston ejercía de lanzador hasta que en 1919 agarró el bate para escribir los episodios más gloriosos de su carrera. La locura en torno a su figura se hizo si cabe más grande. Era un espectáculo en el campo y fuera de él un verdadero filón por su carácter. Siempre impredecible. Por eso los aficionados de Boston no podían creerse aquel mes de diciembre que el equipo se estuviese planteando la posibilidad de vender a su gran figura, un jugador que parecía destinado a levantar un deporte que estaba pasando por un momento especialmente delicado. La sociedad americana había perdido en gran medida la fe en la limpieza del pasatiempo nacional por culpa de lo sucedido en las Series Mundiales de 1919 cuando el mafioso Arnold Rothstein compró, a través de un exboxeador, a ocho jugadores de los White Sox de Chicago para que vendiesen la final contra los Cincinnati Reds. Posiblemente el mayor oprobio de la historia del deporte en Estados Unidos. El Gran Jurado acabó por encontrar pruebas indiscutibles de que aquella final había sido amañada y expulsó del béisbol para siempre a los integrantes del equipo de Chicago. Nadie pudo probar la implicación en el apaño del gánster neoyorquino.

De esa vergüenza Babe Ruth sacó al béisbol americano. Pero lo hizo desde Nueva York para desgracia de los aficionados de Boston. Porque el 20 de diciembre de 1919 el propietario de los Red Sox, Harry Frazee, y el de los Yankees, Jacob Ruppert, estrecharon sus manos tras cerrar el trato por el que Ruth se convertía en jugador de la franquicia neoyorquina. El acuerdo entre los dos empresarios quedaba solo a expensas de que el Bambino -el apodo que le habían puesto en su etapa profesional- aceptase las condiciones pactadas entre ambos. No era fácil porque Ruth llevaba tiempo reclamando que se duplicase su salario (que era de 10.000 dólares anuales), aunque los Yankees lo solucionaron dándole un extra de 20.000 dólares para compensar que durante dos años se mantuviesen las condiciones del contrato que tenía en Boston. Y el 6 de enero de 1920 se hizo oficial el acuerdo.

Los aficionados de los Red Sox no podían entender las razones de aquel traspaso. Los motivos se supieron mucho después. Harry Frazee era empresario teatral y en aquel momento necesitaba financiación urgente para cubrir los gastos que le estaba causando No, no, Nanette, un nuevo musical que quería estrenar en 1920 y que le generaba un gasto excesivo. Y la manera más sencilla que tenía de conseguir dinero urgente era poner en el mercado a Ruth. Conversó con Ruppert, un excongresista que triunfaba en el negocio de la cerveza que soñaba con convertir a los Yankees en lo que serían años después, y éste accedió a proporcionarle el dinero que necesitaba. Frazee vendió al jugador a cambio de 100.000 dólares (récord de un traspaso en aquel momento) y de un préstamo de 350.000 dólares que el cervecero hacía al empresario teatral con la hipoteca de Fenway Park como garantía.

El movimiento está considerado uno de los negocios más nefastos en la historia del deporte mundial. La llegada de Ruth provocó la eclosión de los Yankees que conseguirían con el de Baltimore inaugurar una dinastía que les llevó a conquistar a partir de 1923 sus primeros diez títulos en solo veinte años y convertirse en un fenómeno que anuló a sus vecinos, los Giants, y a levantar en el Bronx un templo, el Yankee Stadium, para dar cabida al gentío que quería ver todas las noches a Ruth y a las leyendas que llegaron atraídas por la grandeza que empezaba a adquirir la franquicia.

Mientras tanto, Boston se sumió en una depresión que no parecía tener fin. Los Red Sox entraron en una grave crisis deportiva y social porque muchos aficionados le dieron la espalda tras la salida de Ruth. Se pasaron casi noventa años sin conquistar un título. A este periodo se le conoció como la Maldición del Bambino. No hizo falta ninguna proclama o sentencia de alguno de los protagonistas para que naciese esa leyenda. Fue como si la franquicia quedase para siempre dañada por la nefasta gestión. Tuvieron que esperar a 2004 para ponerle el punto final. Lo hicieron con Theo Epstein sentado en el despacho que un día ocupó Harry Frazee, el hombre que tuvo la ocurrencia de vender a Babe Ruth.