Roger Federer, 35 años, seis meses apartado de las pistas por sus problemas físicos, superando en cinco sets a Stan Wawrinka, cuatro años más joven; Rafael Nadal, 30 años, con el cuerpo cincelado por las lesiones, ganando en cinco mangas a Grigor Dimitrov, cinco años menor. La aristocracia del tenis reclama de nuevo el trono. No importa que el ranking sitúe muy por encima de ellos en puntos a Murray o Djokovic, a Wawrinka o a Raonic. Para el público, no. No hay más que ver la reacción de la grada de Melbourne. Y mañana de nuevo en una final. En la final. Porque si en el siglo XXI habría que elegir un enfrentamiento que resumiera la historia del tenis no habría otro que un Nadal-Federer.

Yin y yang. El de Manacor y el de Basilea son al tenis lo que Larry Bird y Magic Johnson fueron para el baloncesto, Fischer y Spassky al ajedrez, Ali y Foreman al boxeo o Messi y Cristiano lo son al fútbol. Dos energías tan opuestas que se complementan. Nadal hace más grande a Federer como Federer ha hecho más grande a Nadal. El juego natural y el levitar sobre la pista del suizo; la furia, la entrega y el sacrificio del español. Federer pareció nacer con una raqueta en la mano y Nadal tardó en decidir con qué mano jugar. Y lo mismo puede uno asombrarse de un revés paralelo de Roger como del banana shot con esa izquierda que es derecha de Rafa. Golpes inigualables, inimitables. Únicos.

Federer y Nadal deberían tener reservada una plaza en el cuadro final del Grand Slam por los años de los años, al margen del ranking que pudieran ocupar, como los cuatro grandes torneos de golf del mundo lo hacen con sus campeones. Mañana en la central de Melbourne protagonizarán una final que hace quince días nadie se atrevió siquiera a soñar. Y ahí están dos treintañeros, ambos con lágrimas en los ojos al finalizar sus partidos de semifinales. Partidos iniciados con el café de la mañana y terminados con el postre del almuerzo. Y con ellos, con sus victorias, lloró más de un@.