Han pasado más de cien años desde que La Gazzetta Dello Sport decidiese poner en marcha el Giro de Italia siguiendo el ejemplo de los franceses de L'Auto con el Tour. De todas las ediciones disputadas hasta el momento nada puede compararse con lo vivido durante 1914 cuando los organizadores decidieron llevar al límite el sufrimiento de los corredores y el mal tiempo convirtió la prueba en una carrera por eliminación a la que solo resistieron ocho de los ciclistas que unos días antes habían partido de Milán.

Como también le sucedía al Tour de las primeras ediciones, el Giro de Italia exploró en sus inicios diferentes fórmulas. Correr por equipos, clasificación por puntos, más etapas, menos? Los responsables de la carrera italiana buscaban la forma de seducir al público, de llenar las cunetas de aficionados enfervorizados en un país que siempre sintió una especial devoción por la bicicleta y que acabaría por convertir a sus ciclistas en los grandes héroes del país, en dioses a los que adorar.

En 1914, en la sexta edición de la carrera, la que se disputaría poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, sus responsables fueron un paso más allá y decidieron rivalizar con sus vecinos franceses que estaban convirtiendo su carrera en un verdadero suplicio para los ciclistas. Apenas ocho etapas que estremecían. Una vuelta entera al país, con salida y llegada en Milán. Un viaje desde el frío del norte que les llevaría a Roma y al calor de Bari antes de emprender el regreso a la capital lombarda. Más de 3.600 kilómetros repartidos en etapas que iban desde los 328 de la más corta a los 468 de la más larga. Por carreteras infames, sobre aquellos hierros pesados que eran las bicicletas, sin poder recibir ayuda mecánica y con la incertidumbre de qué tiempo les acompañaría en aquella primavera extraña.

Un total de 87 ciclistas se presentaron en Milán el 24 de mayo. No faltaba ninguno de los ganadores de los cuatro Giros anteriores ya que el quinto se había disputado por equipos (Luigi Gana, Carlo Galeti, Carlo Oriani), había otros ciclistas italianos importantes como Albini o Girardengo y un par de reputados corredores franceses, Lucien Petit-Breton y Paul Duboc, que le daban lustre a la prueba. El descomunal kilometraje que debían soportar los ciclistas durante algunas de las etapas obligaba a los organizadores a programar las salidas de madrugada (había etapa cada dos días, uno se corría y otro se descansaba). Las calles de Milán se llenaron para despedirles el primer día en el que debían afrontar casi quinientos kilómetros hasta llegar a Cuneo. El diseño de la etapa se había hecho dando un importante rodeo para que los ciclistas ascendiesen a Sestrieres y sus imponentes dos mil metros de altitud. Uno de los guiños macabros de quien había fabricado el recorrido. Pero no era lo peor que aguardaba a los ciclistas. Poco antes de la salida descargó sobre Milán una tormenta que duraría día y medio y que convertiría en dantesca aquella primera entrega del Giro. Los problemas en esa primera jornada de competición no acabarían ahí. A medio recorrido, antes de lanzarse a por la subida a Sestrieres, se encontraron con la peculiar protesta de los ganaderos locales que en respuesta a las pérdidas que, desde su punto de vista, suponía el paso del Giro de Italia por su territorio habían llenado la carretera de clavos. Decían los granjeros que el tránsito continuo de los vehículos que siguen la prueba provoca que a las vacas se les corte la leche y como no les hacen caso ni reciben compensación alguna la toman con los ciclistas. Todos tienen que bajarse de la bicicleta a arreglar pinchazos sin que nadie les pueda echar una mano.

Petit-Breton va líder en ese primer día. Calado por el agua, cubierto del barro que hay en la carretera, congelado de frío, solicita un nuevo jersey para cambiarse. La organización se lo prohíbe. Protesta y ante la negativa la emprende a golpes con el coche de la organización, les lanza incluso la bicicleta y decide que no da una sola pedalada más y se marcha de la carrera. Con él, también se baja Dudoc. Angelo Gremo llega primero tras diecisiete horas sobre la bicicleta cuando ya ha caído la noche sobre Milán. El último, Mario Marangoni, invierte 24 horas, un día entero. Cuando llega no hay nadie esperando por él y tiene que ir a un albergue donde están los jueces para que lo clasifiquen. De los 87 ciclistas que habían comenzado la carrera solo 37 salieron en la segunda etapa. El resto se fueron para casa. A los organizadores se les planteó la posibilidad de repescar gente, pero Armando Cougnet, director de la carrera, dijo que le valía con que solo un ciclista llegase a Milán de vuelta. Y visto lo visto, había dudas de que eso sucediese.

Alfonso Calzolari y Girardengo se impuieron en las siguientes etapas, menos accidentadas que la primera aunque igual de interminables. Entonces surgió el nombre de Giuseppe Azzini que se impuso en la Roma-Avellino y en la Avellino-Bari para convertirse en el líder de la carrera. Esta última fue la etapa en la que el pelotón (por llamarlo de alguna forma) se encontró con un intransigente control aduanero que requisó material y provocó que Giovanni Gerbi la emprendiese a golpes con ellos por quitarle una botella de vino. Acabó el día detenido y fuera de la carrera. No fue el único. Otros cinco estuvieron tanto tiempo retenidos por la autoridad que optaron por abandonar aquella locura.

En la antepenúltima etapa, camino de L'Aquila, regresó el frío intenso y las tormentas. Varios corredores fueron sancionados por agarrarse en medio del temporal a uno de los coches, pero no fue lo único sorprendente de aquella jornada. Calzolari se convirtió en el líder de la prueba después de la desaparición de Azzini. Nadie daba con él. No le habían visto por ningún lado. Con tan pocos ciclistas y etapas gigantescas cada uno hacía la guerra por su cuenta. Llegaba cuando podía y como podía a la meta. Al día siguiente el joven Azzini apareció en un granero donde se había refugiado del frío y del estado febril en el que se encontraba.

El 7 de junio, ocho ciclistas llegaron a Milán tras completar el salvaje recorrido de aquella sexta edición del Giro de Italia. Alfonso Calzolari conseguiría vencer en la que sería la única gran vuelta que disputaría en toda su vida. Ya tenía 27 años y no era un gran corredor. Se había dedicado a resistir mientras todos los ciclistas de más calidad se marchaban uno a uno para su casa. La Federación Italiana trató de arrebatarle el triunfo por ser uno de los corredores que habían sido remolcados por un coche. Según sus normas, esa debería haber sido su sanción. Pero el Giro hizo valer su autoridad en aquel momento y catorce meses después -cuando ya se había anulado la edición del año siguiente por el comienzo de la Primera Guerra Mundial- se ratificó de forma oficial la victoria de Calzolari. Su nombre quedó para siempre ligado a la edición más salvaje del Giro de Italia.