En un tiempo en el que el tenis cada cierto tiempo alumbra el nacimiento de un nuevo prodigio, podemos volver la vista atrás y recordar una de las carreras más fugaces e impresionantes de la historia de este deporte. Una chica que ganó su primer grande con solo dieciséis años y que anunciaba un dominio en su deporte como nunca antes se había visto (ni se vería después). Se llamaba Maureen Connolly y su vida fue un permanente salto entre la alegría y la desgracia.

Los Connolly esperaban un niño. El ginecólogo les había dicho que el latido del corazón, saludable y vigoroso, correspondía de forma inequívoca al de un varón. Pero no. Aquel músculo lleno de fuerza pertenecía a Maureen, una niña a la que incluso antes de su propio nacimiento le gustó romper los planes que la gente había establecido para ella. Por deseo de su madre comenzó a recibir clases de baile, piano y canto. Había diseñado para ella un futuro -que imaginaba esplendoroso-, en el mundo del espectáculo. Pero los deseos de la niña iban por otro camino. Quería montar a caballo y jugar al tenis, algo a lo que se aficionó viendo partidos en un club próximo a la casa de San Diego en la que vivía con su madre y una tía tras el divorcio de sus padres cuando solo tenía tres años.

Su madre trató de encarrilar de nuevo a Maureen, pero resultó imposible. Como la hípica era un deporte inasumible para ella desde el punto de vista económico, acabó por resignarse y se gastó un dólar y cincuenta en comprarle su primera raqueta de tenis que para la niña fue todo un acontecimiento. Ya no se separaría de ella. Entrenaba más que nadie y los fines de semana la puesta del sol siempre la sorprendía en las pistas pegando raquetazos. Se sentaba a ver partidos de profesionales, hacía de recogepelotas, absorbía información de una manera impropia para su edad y sobre todo conseguía alcanzar un nivel de concentración asombroso para alguien tan joven. Wilbur Folson fue su primer entrenador y el responsable de la decisión de que comenzase a golpear la bola con la derecha pese ser en origen una jugadora zurda. Una transición compleja que Maureen Connolly asimiló con absoluta normalidad.

Sus primeras victorias le permitieron disfrutar de su ingreso en el club Balboa y su carrera pasó a estar en manos de Eleanor Tennant que habían sido el entrenador de algunos de los mejores jugadores del mundo. No tardó en adivinar el futuro espléndido que tenía Connolly, pero decidió profundizar aún más en esa especie de rabia que demostraba cuando jugaba. Alimentó su espíritu combativo hasta convertirla en una tenista voraz, dispuesta a destruir más que a ganar a las rivales. "Ellas están ahí para destrozarte. Hazlo tú", era una de sus habituales consignas antes de los partidos. La dulce y en apariencia frágil Maureen se transformaba en una fiera cuando la bola se ponía en juego.

Crecía su fama de manera imparable, ganando a jugadoras mucho mayores que ella, cediendo apenas un par de partidos en años y siempre en el Campeonato de Estados Unidos. Los aficionados y la prensa, en base a su precisión y potencia, la bautizaron como Little Mo, que era una alusión al acorazado Missouri -en cuya cubierta se había firmado la rendición de Japón y en consecuencia el final de la Segunda Guerra Mundial- y al que coloquialmente se conocía como Big Mo. Con solo dieciséis años llegó a su primer torneo grande. Fue el Open USA. En semifinales le tocó enfrentarse a Doris Hart, una jugadora por la que sentía cierta veneración. Tennat, temerosa de que eso le pudiese afectar en su rendimiento y sacarla de su plan habitual, trabajó con ella de manera intensa en el aspecto psicológico para que viese a una de sus heroínas como una de tantas rivales con las que se enfrentaba. Connolly se impuso en dos sets y al día siguiente, tras un intenso duelo con Shirley Fry, conquistó su primer título de Grand Slam.

Lo que nadie sospechaba es lo que vendría después. No volvería a perder otro partido en un torneo grande. En 1952 ganó Wimbledon y otra vez el Open USA. En Londres se produjo la ruptura con Tennant. El entrenador insistía en que no jugase por miedo a que se complicase una lesión en el hombro que arrastraba, pero Maureen insistió en hacerlo. Aquella discusión fue el punto de retorno a una relación intensa entre ambos y rompieron. El tiempo le dio la razón a la jugadora que conquistó el título sin que su articulación le diese problemas.

Los vecinos de San Diego, entusiasmados con su paisana, convirtieron entonces el 9 de septiembre en el Maureen Connolly Day y organizaron actos en su honor. Conocedores de su afición por la hípica le regalaron un caballo, Coronel Merryboy, lo que la llenó de felicidad. Iba cumpliendo de forma escrupulosa todos los sueños que había dibujado en su mente cuando era niña. Era una absoluta celebridad, la mejor deportista americana del año durante varias temporadas consecutivas, un ejemplo para generaciones que se asombraban con ese cambio radical que experimentaba cuando empuñaba la raqueta. La dulzura fuera de la pista, la agresividad dentro de ella.

De su carrera se hizo cargo el australiano Harry Hopman y junto a él en 1953 consiguió el Grand Slam, ganar los cuatro grandes en un mismo año, algo que nadie lograba desde Donald Budge. Una absoluta barbaridad con solo dieciocho años. Era imposible imaginar a dónde iba a llegar su carrera. En 1954 renunció a defender el título en Australia, pero sí lo hizo en Roland Garros y en Wimbledon. Nueve participaciones en torneos de Grand Slam, nueve victorias. Ni una derrota. Solo diecinueve años.

Pero esta historia tuvo un final abrupto, sorprendente y trágico. Después de ganar el Open de Estados Unidos, mientras daba un paseo con Coronel Merryboy un camión salió a su encuentro con tan mala fortuna que desbocó al caballo que lanzó por los aires a Maureen Connolly. Todo el golpe fue directamente a su pierna derecha. Se la destrozó por completo. Doble fractura en el peroné y múltiples lesiones en tendones aunque su vida no llegó a correr peligro. Estuvo en el hospital un buen tiempo y allí fue consciente de varias cosas. Del presumible final de su carrera y de que aún tenía padre, algo que le ocultaron en su momento. En casa siempre le dijeron que se había muerto cuando era muy pequeña.

Connolly trató de regresar al tenis. Rehabilitación durante meses, trabajo duro y doloroso, pero el día que intentó jugar su primer partido se dio cuenta de que su pierna ya no aguantaba. Y lo dejó. Con solo veinte años, tras haber ganado los nueve grandes en los que había participado, se retiraba la jugadora que seguramente a estas horas sería la poseedora de más títulos de Grand Slam de la historia.

Se casó, tuvo hijos, montó negocios en compañía de su marido, un antiguo componente del equipo olímpico de hípica -otra vez los caballos en su vida- y enfermó. Con solo 32 años le diagnosticaron cáncer de ovarios. Peleó como siempre había hecho en la pista, pero esta vez el rival era demasiado grande y murió muy joven, convertida en una leyenda absoluta.