La épica de los Grand Slam no consiste en la selección de los mejores, sino en la eliminación de los mejores. Volvió a demostrarse con la llegada de Kevin Anderson a la final de Estados Unidos. Lo fascinante no es que Rafa Nadal haya recobrado la confianza en sí mismo para retomar su velocidad de crucero de dos torneos imperiales al año, sino que el sudafricano degradara la gloria del mallorquín con unas prestaciones lamentables.

Un jugador que es incapaz de conseguir un solo punto de break en un partido a cinco sets, o que comete ocho errores no forzados y dos dobles faltas en los primeros tres juegos del partido, debió participar en la final como espectador. Y por televisión, a ser posible. Frente a la exaltación de que un tenista de la modestia de Anderson en el listado ATP alcance el escalón final de un Gran Slam, cabe esperar que no vuelva a ocurrir. Por el bien del tenis.

La endeblez del adversario no resta mérito a Nadal en su aniquilación de Anderson, pero la fragilidad de su rival le dio opción a recrearse. Fue un auténtico matador en golpes desde el suelo o en subidas inéditas a la red. El mallorquín no parece recuperado de ningún desorden en sus articulaciones, sino devuelto a un esplendor juvenil. Se permite el lujo de preparar los torneos durante las fases iniciales de la propia competición. Se aclimata sobre el terreno.

Por desgracia, en Nadal se aplaude menos el genio que la entrega absoluta. Jimmy Connors era su único rival en furia competitiva entre los grandes campeones. Sin embargo, el norteamericano le ha cedido este año en Nueva York su cetro de campeón de la entrega al mallorquín, que disputa y disfruta. Durante su travesía del desierto, el mejor deportista español de todos los tiempos pudo haber perdido con un sacador como Anderson. El domingo era impensable que el sudafricano arrebatara ni un servicio a su rival. La crónica de la final pudo haberse escrito una semana antes de que se celebrara. Quienes lamentan la atonía del tenis femenino, deberían entretenerse con la contemplación de algún partido masculino, para comprobar que la esterilidad no distingue por géneros. En medio del páramo, Nadal ha recuperado la hegemonía. Su primera victoria en pista rápida en tres años lo confirma como favorito para Roland Garros durante el próximo lustro. Solo su propio cuerpo puede traicionarle, y mejor no apuesten por una lesión.

O llevarás luto por mí, debió entonar Anderson mientras hundía agónico la raqueta en su pecho ante un Nadal de negro absoluto. El sudafricano es un hijo adoptivo de Sampras, solo sabe sacar. A continuación podría sentarse, porque su segunda bola se estrellará indefectible contra la red. El mallorquín se subía prácticamente a las gradas para atender al primer servicio. Admitamos en este signo de respeto un punto de sobreactuación, según se demostró conforme avanzaba el sucedáneo de la final. Nadal ni siquiera necesitaba obsesionarse con el revés de su enemigo, una tozudez contraproducente. Anderson era insuficiente por todos lados, con independencia del cristal con que se mire.

El torneo estadounidense está patrocinado por Emirates y Mercedes Benz, sendos reveses para el nativista Trump en dos marcas que ha señalado expresamente como enemigas de su país. En realidad, Anderson jugaba de intermediario, y Nadal volvió a derrotar en Nueva York a Federer, su rival sempiterno. El suizo sobrevolaba majestuoso el circuito a los 36 pero, cada vez que despega, aparece el mallorquín para aplastarlo.

Federer ha admitido este año que todavía arrastra las cicatrices que le ha infligido Nadal. El triunfo del mallorquín en Nueva York debería sumarse al marcador particular entre ambos, actualmente en 23 a 14 para el español. Aunque el suizo está dominado por una fijación enfermiza con su rival, cuyos partidos escruta hasta la saciedad, Nadal tampoco debe ser impermeable al duelo que más ha marcado el deporte mundial en lo que va de milenio.

El hoy infranqueable Nadal podía haber ganado los cuatro torneos máximos, para coronar un Gran Slam en 2017. Habrá repasado mil veces su absurda derrota en Wimbledon contra Muller, gigantón de la estirpe de Anderson. ¿Qué campeón colosal ha gozado de un mejor año? Con dos grandes por cabeza, Nadal puede presumir de haber ganado por partida doble y de haber jugado una tercera final. Federer puede jactarse de haber ganado el otro par, y de haber derrotado en uno de ellos al mallorquín, que este año solo le ha vencido por mediocre interpuesto. Sin olvidar que se trata de treintañeros, Nadal puede remontar los tres torneos de ventaja que le lleva el suizo. Ni aun así se le reconocerá la supremacía. A los poetas del deporte solo les riman las odas a Federer.