En Florencia recuerdan con frecuencia la temporada 1981-82 en la que la Fiore estuvo a un paso de conquistar la tercera Liga de su historia, un cuarto de siglo después de la anterior. Se les escapó en la última jornada en un polémico mano a mano que vivían contra la Juventus, favorecida una vez más por las decisiones arbitrales. La Fiorentina había sobrevivido a una temporada en la que estuvieron a punto de perder para siempre a su gran estrella, Giancarlo Antognoni, en uno de los episodios más dramáticos vividos en un estadio italiano.

Le llamaban Il Bello. Por su imponente físico, pero también por la elegancia con la que se movía por el campo. Parecía levitar. Siempre la cabeza alta, el balón dominado, ofreciendo al espectador la sensación de que todo estaba controlado. De él dijo un defensa inglés tras disputar una eliminatoria de la Copa de la UEFA que "es tan bonito que hasta da pena darle patadas". Otros hicieron una lectura diferente de su belleza y dijeron que "como jugador es un seis, pero es tan guapo que la gente le considera un nueve". Se llamaba Giancarlo Antognoni y durante quince años consagró su vida a la Fiorentina, el equipo que pagó más de 400 millones de liras en 1972 al modesto Asti para llevarse a un chico de 18 que veneraba al gran Gianni Rivera y soñaba con vestir su misma camiseta, la rossonera del Milan. El trescuartista -nombre con el que los italianos bautizaron a lo que hoy es una especie de mediapunta- entró a formar parte de una plantilla joven que dirigía Nils Liedholm y en la que se habían reunido un puñado de esperanzadoras promesas del fútbol italiano.

En Florencia, en el Artemio Franchi, Antognoni encontró más de lo que pudo imaginar. Decidió que nunca jugaría en otro equipo pese a que los principales conjuntos italianos lanzaron sus redes sobre él. Ajeno a aquellos cantos de sinera, permaneció fiel al color viola, al lirio de su escudo, durante quince años. En ese tiempo vivió días de gloria como al final de Copa ganada en 1975 al Milan (el único título que levantó con el club durante su carrera) o la dramática temporada 81-82 en la que la gloria alcanzada en el Mundial de España le compensó por la pérdida de la Liga italiana en la última jornada y sobre todo, del episodio en el que su carrera estuvo a punto de terminar de forma abrupta en su propio estadio.

Sucedió el 22 de noviembre de 1981. La Fiorentina, a cuyo banquillo había llegado ese año Di Sisti, se había reforzado de forma acertada con futbolistas notables como el portero Galli, el argentino Bertoni, Grazziani o el joven Massaro. Antognoni seguía al frente de las operaciones en el centro del campo de una plantilla que pronto dejó claro a la Juventus que ellos serían los grandes rivales por el título. El partido contra el Génova llegaba después de que la selección se hubiese clasificado para el Mundial de España tras un empate bastante decepcionante en el Comunale de Turín con Grecia. La prensa había cargado especialmente contra Antognoni. En Florencia tanto medios como aficionados solían quejarse de que los periodistas de Milán y Turín la habían tomado con su ídolo para proteger a los internacionales que vestían la camiseta de la Juve, el Inter o el Milan. Il Bello era a su juicio el "blanco fácil" sobre el que volcar las decepciones que acumulaba la selección que entrenaba Bearzot.

Las críticas hicieron mella en Antognoni que se tomó el siguiente partido contra el Génova como una cuestión personal. Así lo entendieron los que estaban en el campo y le vieron correr y entregarse como pocas veces. Había servido el primer gol a Bertoni y marcado de penalti el 2-1 en el minuto 52. Solo tres minutos después Antognoni corrió en busca de un balón a la espalda de la defensa rival. Aquella tarde en el Artemio Franchi su hiperactividad era evidente, parecía decidido a cualquier cosa para acallar a quienes censuraban su presencia en la nazionale. Silvano Martina, portero del Génova, salió a tapar el posible remate del jugador viola con la rodilla por delante. El impacto se produjo directamente en la cabeza de Antognoni que cayó al suelo como si hubiese sido fulminado por un rayo.

Un golpe de una violencia extraordinaria, incluso en aquel calcio de los ochenta en los que se pegaba más que jugaba. El estadio enmudeció y el pánico se apoderó de los jugadores que se acercaban al cuerpo inerte del futbolista. Onofri, capitán del Génova, fue de los primeros en llegar. Su imagen corriendo con la manos en la cabeza en dirección al banquillo aún resulta ahora estremecedora. Cuando llega a la banda, llorando como un niño, solo acierta a decir "está muerto, está muerto".

Ennio Raveggi, masajista de toda la vida de la Fiorentina, fue el primero en llegar junto a Antognoni. Salió disparado del banquillo tras ver el golpe, sin esperar a que el histórico Casarin, árbitro del partido, le diese autorización a hacerlo. Tras él corría Luigi Gatto, médico del Génova, consciente desde la distancia de la gravedad de la situación. El corazón de Antognoni se había detenido. No respiraba y no le encontraban el pulso. Gatto inició el masaje cardiaco sobre el césped, no sin enfrentarse a quienes en aquel momento, con la intención de ayudar, le impedían centrarse en su tarea. Un minuto de angustia, interminable, hasta que el corazón del futbolista volvió a ponerse en movimiento. Fue entonces cuando le llevaron en camilla a la banda para continuar con la recuperación.

El tiempo parecía haberse detenido en el Artemio Franchi, donde 43.000 personas seguían la escena en un silencio religioso. Pasados unos minutos se llevaron a Antognoni del estadio en medio de un aplauso que parecía más una oración. El juego se reanudó aunque a poca gente le parecía importar porque el verdadero partido se estaba disputando en otra parte. A pocos minutos del final la megafonía anunció que Antognoni había ingresado en el hospital: "Está consciente y fuera de peligro", sonó. El estadio reventó de felicidad en ese momento.

Antonogni salió de aquel episodio con una doble fractura en el cráneo que le tuvo cuatro meses sin jugar, menos de lo que en un principio habían pronosticado los médicos. Llegó a tiempo de vivir las últimas jornadas de aquella temporada y vivir con dolor cómo la Juventus les ganaba la Liga en la última jornada en la que ambos llegaban empatados a puntos. Pero los de Turín ganaron en casa un partido polémico y la Fiorentina empató a cero en Cagliari un partido en el que le anularon un gol que produce sonrojo verlo. Unos meses después Antognoni encontró cierta compensación en España donde conquistó el Mundial con la selección italiana. Lo jugo todo, menos la final contra Alemania en el Bernabéu que se perdió por una pequeña lesión sin importancia.

Fue el último gran día de una carrera que aún duraría unos años más, siempre pegado a la Fiorentina, donde asistió y ayudó a la explosión de su sucesor, un pequeño mediapunta llegado de Vicenza que se llamaba Roberto Baggio. Antognoni se retiró entonces defendiendo la máxima que le acompañó en su carrera: "El cariño de la gente vale más que cualquier trofeo". Nunca ese cariño fue tan evidente como aquel 22 de noviembre de 1981.