Para Weisz, un futbolista húngaro que se había instalado en Italia en los años veinte, verse lejos de los terrenos de juego por culpa de una grave lesión constituyó un drama del que le sacó su mujer, Elena. Ella le animó a que no renunciara a dedicar su vida al deporte, que había muchas otras maneras de disfrutarlo: "Si tanto te gusta el fútbol, enséñalo". Y Weisz se hizo entrenador. Estuvo un tiempo en Uruguay aprendiendo de los que habían llevado a aquel país a ganar los Juegos Olímpicos (lo más parecido que había entonces a un Mundial). Procesaba la información que le llegaba de todas partes, estaba al tanto de lo que hacían los ingleses, de las novedades tácticas que se iban introduciendo y también de la forma de gestionar un vestuario. En aquel tiempo el entrenador era una figura que mantenía la distancia con sus jugadores. Weisz cambió esa forma de ver las cosas. Fue de los primeros en vestirse de corto para participar activamente en las sesiones de entrenamiento, evolucionó la preparación física, las sesiones individuales de técnica y se preocupó por generar un buen ambiente en su vestuario convencido de que esos detalles condicionaban de forma decisiva la marcha de los equipos.

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