Se decía de Azeglio Vicini que era el "hombre tranquilo de Brescia". Educado, discreto, serio, imperturbable, nada parecía alterarle. En 1986 fue el destinatario de uno de los encargos más comprometedores que podía recibir un entrenador de fútbol en el mundo: dirigir a la selección italiana en el Mundial que se iba a disputar en su país en 1990. Tras el desastre de cuatro años antes en México, Enzo Bearzot (el hombre que había conquistado el título en España) dio un paso al lado y recomendó a la Federación que el hombre ideal para cargar con la responsabilidad era Azeglio Vicini. Para Italia la decisión era trascendental. Volvían a ser los anfitriones de un Mundial de fútbol -la primera vez había sido en 1934 y se había convertido en una exaltación del régimen de Mussolini- y ellos, una de las grandes potencias, los dueños de la Liga en la que jugaban las grandes estrellas del fútbol mundial, no podían permitirse un batacazo, un error.

Vicini no tenía una gran trayectoria detrás. Casi siempre en segundo plano. Había sido un futbolista aceptable sin más en los cincuenta y comienzos de los sesenta. No había pasado de jugar en el Vicenza y en la Sampdoria y tras su retiro en 1963 con solo 30 años se hizo entrenador. A finales de esa década había comenzado a colaborar con la Federación Italiana de Fútbol por petición de Valcareggi, el seleccionador de aquel tiempo. Ya no se movería de allí y terminaría por convertirse en una pieza básicas en el funcionamiento interno de la Federación. Estuvo al lado de Valcareggi y luego de su sucesor, Enzo Bearzot, al que acompañó durante los más de veinte años que estuvo en la nazionale. Vivió de cerca grandes éxitos como el de 1982 o 1970 (pese a perder la final ante Brasil y aquella polémica por la incapacidad de Valcareggi de encontrar sitio en el mismo equipo a Rivera y a Mazzola) y fracasos dolorosos como el de 1986. Conscientes de la presión que supondría tener el Mundial en casa, la Federación que presidía Matarrese apostó entonces por la discreción y calma que representaba Vicini. Enzo Bearzot le advirtió de algo que ya sabía de sobra: "Durante los próximos años nadie va a soportar una presión así en el mundo. Pocos pueden aguantarla como tú".

Vicini fue conocido en 1990 como el seleccionador de las "noches mágicas", la serie de partidos que durante unas semanas hizo soñar a los italianos con ganar el Mundial en su casa. El peor campeonato del mundo que se recuerda en cuanto a juego. Un mal general en aquel tiempo. La mezquindad táctica era común e Italia fue uno de sus fieles abanderados. Pero a diferencia de otras selecciones y de otros técnicos, Italia y Vicini habían encontrado un héroe de la nada: Toto Schilacci.

Cuando el seleccionador italiano ofreció la lista de convocados para el torneo, el nombre de Schilacci sonó el último y apenas nadie reparó en él. Uno de esos futbolistas que aparecen en una convocatoria tan amplia, un premio a la buena temporada en la Juventus en la que había anotado una quincena de goles y levantado los títulos de Copa y Copa de la UEFA. Un caso curioso porque Salvatore ("Toto" para los amigos) dieciocho meses antes de verse en esa lista militaba en el Messina de la Serie B. Este siciliano había crecido en uno de los distritos más pobres de Palermo en medio de una familia numerosa, rodeado de delincuencia y de malas influencias. El fútbol le apartó de otros caminos más complicados. A él y a su amigo del alma Guido, con el que salió de un equipo de barrio después de avisar al Messina que solo ficharía por ellos en caso de que fuesen los dos juntos. Así fue como empezó a ganar dinero en el fútbol. Y a marcar goles que empezaron a llamar la atención de los técnicos de otros clubes. Tanto fue así que la Juventus le contrató para la temporada 1989-90. El Mundial estaba al fondo y dominaba todo lo que pasaba en el fútbol italiano, pero en aquel momento no podía imaginarse que en mayo escucharía su nombre de boca de Vicini. En un equipo en el que jugaban Zenga, Baresi, Bergomi, Ferri, Maldini, Donadoni, Ancelotti, De Nápoli, Agostini, Serena, Giannini, Vialli, Carnevale o Roberto Baggio, el nombre de Salvatore Schilacci, que nunca antes había llamado para ser internacional en cualquier categoría, no significaba gran cosa. Pero Vicini, que por su trabajo en la Federación Italiana estaba acostumbrado a buscar en algunos jugadores jóvenes detalles y cualidades que pasaban inadvertidos para la mayoría, había visto algo en aquel delantero de 27 años al que el reconocimiento parecía llegarle muy tarde.

Lo que vendría después fue una especie de cuento de hadas. En medio de la pobreza del torneo y de Italia en particular, Schilacci y Vicini protagonizaron la historia de aquel Mundial. En el primer partido ante Austria, el seleccionador recurrió a Schilacci para reemplazar a Carnevale, el delantero del Nápoles. Faltaban apenas trece minutos y el partido seguía empatado a cero goles. Llevado por una fuerza casi colérica, el delantero siciliano entró en el campo y poco después marcó el tanto de la victoria. Su mirada enloquecida en la celebración de los tantos acabaría por convertirse en la imagen de aquel campeonato.

Después llegaría el partido ante Estados Unidos (otra vez reemplazó a Carnevale aunque no marcó) y finalmente ante Checoslovaquia ya fue titular junto a Roberto Baggio, la otra gran aparición de aquel campeonato y su compañero en la Juventus. Ambos marcaron ante los checos para asegurar el primer puesto en el grupo. Schilacci ya era el dueño de las portadas gracias a sus dos goles. Una broma en comparación con lo que vendría después. En octavos de final el siciliano marcó el primer gol en la victoria por 2-0 ante Uruguay y el cuartos fue el autor del único tanto frente a la rocosa Irlanda. "Toto nos hace soñar" tituló la Gazzetta dello Sport para saludar la clasificación de Italia para las semifinales de su Mundial, el mínimo exigido para el equipo y para el seleccionador. Vicini había encontrado en aquel callado delantero la solución a sus problemas. La fama de Schilacci se disparó. En el país no se hablaba de nadie más. Un dato elocuente. Aquellos días se había producido el secuestro de una adolescente en Sicilia y la Policía le pidió que lanzase un mensaje a los secuestradores para pedir su liberación. Lo hizo y la joven fue puesta en libertad.

Schilacci también marcaría el primer gol en la semifinal ante Argentina jugada en Nápoles en medio de un ambiente terrible porque parte de la grada permanecía fiel a Maradona, incluso por encima de su propio país. Pero un fallo de Zenga permitió el empate de Caniggia y condujo el duelo a los penaltis. Schilacci no lanzó. Los calambres le tenían casi paralizado y renunció a tirar, algo que se le reprochó. Argentina se clasificó para la final y el desconsuelo quedó del lado italiano. En el duelo por el tercer puesto Roberto Baggio le cedió a Schilacci el penalti que le podría hacer desempatar con el checo Skuhravy. Toto marcó el gol, Italia finalizó tercera y él ganó todos los premios individuales del Mundial: máximo goleador y mejor jugador. Pero con la amargura del tercer puesto.

Vicini y Schilacci no volvieron a vivir día como aquellos, las "noches mágicas" las bautizó la prensa italiana. Uno se retiró de los banquillos y el otro empezó una sucesión de idas y venidas (Japón incluido) y de lesiones que le fueron apartando del foco. Para el recuerdo queda su imagen corriendo como un loco con los brazos abiertos para celebrar cualquiera de lo seis goles de aquel Mundial. Esta semana Schilacci reapareció. La muerte de Azeglio Vicini a los 85 años llevó directamente a él. Pocas veces un jugador debe tanto a un entrenador en concreto. Toto dijo lo que el mundo ya sabía: "Fue mi entrenador poco más de un mes, pero le debo todo".

La de Schilacci es una de esas carreras unidas inevitablemente a un periodo muy concreto y a un entrenador muy determinado. Imposible de entender sin Azeglio Vicini, el hombre que le incluyó por sorpresa en la lista para el Mundial de 1990 en el que terminó por convertirse en el gran héroe de una selección italiana que se quedó a las puertas de la gran final. Esta semana falleció Vicini y el teléfono de Schilacci no dejó de sonar.