Decían los devotos de René Houseman que si recibía un balón cerca del área el rival estaba perdido: la jugada acaba en gol o en penal. Este extremo genial, que falleció esta semana en Argentina, llegó a la élite en 1973 para formar parte del Huracán de Menotti y vivir una primera temporada delirante que acabó con el título del modesto equipo de Buenos Aires. Un año de ensueño, casi perfecto, la época en la que Houseman fue más feliz.

Menotti había comenzado un año antes a armar el equipo que cualquier aficionado de Huracán sería capaz de recitar de memoria. En el Globito -apodo que recibe el club porque tomó el nombre de Huracán, el globo aerostático en el que el aviador y aventurero Jorge Newbry realizó diferentes travesías- el técnico vivía su primera experiencia en los banquillos y no tardó en dejar clara su impronta. Llegaba a Parque Patricios para cambiarlo todo. Pero lo revolucionó el día que se fue en busca de un delantero que jugaba en Defensores de Belgrano, en la tercera categoría del fútbol argentino. Se llamaba René Houseman y aún no había cumplido los veinte años cuando llegó a un vestuario repleto de gente bregada y que Menotti había ido reclutando desde su llegada al club en 1971. Solo Brindisi y Babington, que llevaban toda su vida allí, mantuvieron su papel principal.

Houseman se incorporó a la concentración de pretemporada de 1973 en Mar del Plata. A nadie le llamó en exceso la atención al verle. El pelo largo, el gesto tímido, las piernas huesudas? Pero cogió un balón y empezaron a pasar cosas maravillosas. Regates imposibles, caños, el dominio de las dos piernas, un gran disparo, extraordinario en los centros. Su primer entrenamiento fue un espectáculo que quienes lo vivieron seguramente han magnificado con el paso del tiempo, pero sirvió para dejar claro que aquel tipo era un prodigio. Esa misma noche, en la cena del equipo, Menotti se hizo el distraído y se acercó al lugar en el que se sentaban los veteranos del equipo (Brindisi, Babington, Carrascosa). Disimulando para que Houseman no se diese cuenta de que quería hablar de él, susurró al núcleo duro del vestuario: "Si este tipo juega los partidos oficiales como entrena, igual salimos campeones". Brindisi no salía de su asombro: "Pero ¿cómo es posible que a este pibe no lo haya visto nadie antes?".

El joven delantero aportó el punto de genialidad que necesitaban Menotti y Cappa (segundo entrenador) para redondear la obra. En el vestuario empezaron a llamarle "hueso" por el aspecto de sus piernas, dos alambres en los que apenas había un poco de carne. Pero pronto mudaron el apodo por el definitivo, el que le acompañaría el resto de su vida, el Loco Houseman. Era la mejor manera que encontraron para retratarle como futbolista. Su juego era genial, extravagante en ocasiones, irreflexivo, incontrolable. Un constante ejercicio de imaginación al que tampoco le sobraba la fuerza. La banda derecha por la que se movía era una fiesta permanente en la que siempre sucedían cosas. Cada vez que recibía el balón trataba de armar algún destrozo al rival de la manera más ingeniosa que se le ocurriese. Siempre. Hasta abusar del regate en ocasiones. Así era el fútbol de barrio en el que se había criado, en el que había aprendido a jugar. Su origen estaba en las villas más humildes, en las chabolas, en la miseria. El barrio era su vida y a él volvería con frecuencia, incluso escapándose de las concentraciones del equipo por ese deseo de estar con los suyos, de acompañarlos a ver un simple picado entre vecinos.

Houseman se instaló en la banda derecha de un equipo que se sabía de memoria el librillo de Menotti, un técnico del que se pueden discutir muchas cosas, pero no su perseverancia a la hora de buscar talento. Contundencia y personalidad atrás con el Coco Basile de capitán general, tres en el medio sobrados de jerarquía (Russo, Brindisi y Babington) y arriba Houseman inventando cualquier cosa y Avallay y Larrosa culminando el trabajo. Huracán se convirtió en un equipo difícil de descifrar para los rivales. Atacaba con mucha gente; Brindisi arrancaba mucho más atrás de lo que lo hacía hasta entonces, pero llegaba al área con enorme facilidad y sin la vigilancia del rival, lo que le convirtió esa temporada en el segundo goleador del equipo; el delantero centro no era el principal goleador y Houseman era un dolor de muelas para los laterales que no sabían cómo detener a aquel muchacho de juego impredecible.

Desde el comienzo del campeonato de 1973 Huracán se convirtió en la sensación del torneo. El potencial ofensivo que mostró en la primera vuelta dejó a los rivales sin palabras. En Parque Patricios abusaba de los rivales. Argentinos, Ferro, Racing o Rosario Central recibieron cinco goles en tardes de verdadera locura. La afición quemera, nombre que recibió (al principio de modo despectivo) porque el estadio está ubicado cerca de donde se realizaba la incineración de los residuos sólidos de la ciudad, no cabía dentro de sí de puro orgullo. Despreciados tradicionalmente por los seguidores de los grandes equipos de Buenos Aires, el popular barrio disfrutaba de su momento de gloria. La prensa enloqueció con el juego de los de Menotti y sobre todo con Houseman y sus diabluras. "Olé, olé, olé, cómo lo paran a René" cantaba todos los domingos la grada. "¿Cuánto vale el abono a platea de Huracán?" fue el elocuente titular que utilizó El Gráfico en una ocasión y que seguramente resume mejor que nadie lo que fue aquel tiempo.

En la segunda vuelta el equipo se resintió. Durante casi un mes se quedaron sin los internacionales que se fueron a disputar con Argentina la clasificación para el Mundial de Alemania de 1974. El campeonato no se detenía como sucede ahora y había equipos que perdían un importante potencial. Menotti se quedó sin buena parte de su delantera, pero Huracán resistió en cabeza aunque sin la brillantez de los primeros meses de torneo. Todo confluyó en el 16 de septiembre de 1973, en la antepenúltima jornada de Liga contra Gimnasia, a la que los de Menotti llegaron con seis puntos de ventaja sobre Boca Juniors. Un margen muy amplio. Les bastaba un puntuar un solo partido o cualquier tropiezo de su rival, pero su deseo era ganar el título delante de su gente cuanto antes y evitar esa última jornada en la que se enfrentaban los dos primeros de la clasificación. Aquella tarde Huracán estaba irreconocible. Demasiada tensión en el ambiente, excesiva euforia que contagió al plantel. Gimnasia se puso 0-2 y el estadio comenzó a estar más pendiente de lo que sucedía en Liniers, en el partido de Boca. De repente sonó un estruendo en todo el barrio. Vélez acababa de marcar el segundo tanto. Era más allá del minuto 80. Al tiempo se señaló un penalti a favor de Huracán. Anotó Larrosa y ya no se jugó más. La gente consideró aquel gol el final del campeonato e invadió el terreno de juego. El árbitro dio por finalizado el partido en medio de la jauría y se confirmó el título de aquel Huracán irrepetible, el que enseñó al mundo quién era Houseman antes de que sus adicciones le impidiesen conquistar todo lo que realmente valía y cuál era el modelo de fútbol con el que soñaba Menotti y que posiblemente nunca volvió a alcanzar a lo largo de su carrera como entrenador.