Posiblemente fue el mejor atleta francés de la historia. Se llamaba Alain Mimoun y desarrolló su carrera a la sombra del checo Emil Zatopek, al que acompañó en un buen número de podios olímpicos. Todo ello sucedió después de emplear buena parte de su juventud en combatir contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial y de salvar milagrosamente su pierna tras ser herido en Italia en 1943.

Alain Mimoun tenía mucho tiempo que recuperar cuando en 1945 finalizó la Segunda Guerra Mundial y fue por fin desmovilizado. Ya tenía 25 años y llevaba desde los 19 entregado a combatir alemanes. Ya podía centrarse en su principal ilusión adolescente: correr. Había nacido en 1921 en El Telagh, una pequeña población enclavada en la Argelia francesa, en el seno de una familia humilde que se dedicaba a la agricultura y que aspiraba a que su hijo se ganase la vida como profesor. Ese parecía el camino hasta que la guerra se cruzó en su camino.

Siendo poco más que un adolescente, Mimoun ingresó en el ejército y enviado al frente belga en 1940. Fue la primera de las estaciones de un largo viaje que terminaría cinco años después, que pudo costarle la vida, pero que también le abrió los ojos ante lo que iba a ser su gran pasión. Porque fue precisamente en el ejército, durante la preparación, cuando el joven argelino mostró sus evidentes condiciones para el atletismo. Corría como nadie y su resistencia llamaba la atención de todos aquellos que le acompañaban en la instrucción. Pero no estaba Europa en ese momento como para centrarse en otra cuestión que no fuese resistir el empuje de Hitler. Mimoun estuvo en el desastre inicial (cuando los alemanes pasaron por encima para alcanzar París) y regresó después a Argelia donde se le asignó a una compañía de desminadores. En 1942 participó en la campaña de Túnez peleando contra el Afrika Korps de Rommel. Desembarcó en Sicilia y a partir de 1943 tomó parte en la campaña de 1943 en Italia que tenía como meta recuperar el control de los aliados en el país.

En Italia fue donde la vida de Mimoun tuvo uno de esos momentos cruciales. En la terrible Batalla de Montecassino fue herido de gravedad en una pierna. Conducido a un hospital militar americano, la primera idea de los médicos que le atendieron y que en muchos casos se veían obligados a realizar diagnósticos acelerados por la cantidad de soldados en penosas condiciones que atendían era la de amputar la extremidad. Mimoun se negó en rotundo pese a la insistencia del equipo sanitario que no veía otra solución para sus graves lesiones. Pero resistió y aunque día sufrió tremendos dolores puso salvar la pierna tras ser trasladado a un hospital francés de Nápoles. Tras meses de recuperación volvió a la primera línea de fuego al participar en el Desembarco de la Provenza de 1944. Fue su último gran episodio en el conflicto. Meses después, con la guerra ya ganada en Europa, fue desmovilizado y se le planteó al fin qué hacer con su vida. Regresar a Argelia para ser profesor (en el mejor de los casos) o heredar el trabajo de agricultor de su padres, o vivir en Francia y tratar de cumplir su sueño de ser atleta. Eligió el segundo camino.

Mimoun llamó a las puertas de dos importantes clubes, el Stade France y el Racing Club que apreciaron sus condiciones en cuanto le vieron correr por primera vez. Mimoun aceptó la propuesta del segundo que le ofreció la posibilidad de ser camarero de la sede del club. Se mudó a una habitación alquilada cerca del local y así pasó los primeros años de su formación. Sirviendo a los socios del club durante casi todo el día y corriendo para ellos luego. El atleta de origen argelino no tardó en demostrarle al Racing Club su acierto. En pocos años comenzó a acumular títulos de campeón nacional en Francia con facilidad pasmosa. No hay fondista como él en el país. Sus ojos dejan de estar puestos en los títulos locales y comienza a pensar en grande. Mimoun tiene el problema además de que ha perdido años importantes por culpa de la guerra y necesita aprovechar el tiempo.

En 1947 se produce un momento especialmente simbólico en su carrera. Por primera vez coincide en un encuentro internacional con el checo Emil Zatopek, la locomotora humana, otro veterano de guerra. Entre ellos nace una intensa amistad que les acompañaría durante sus carreras. Iban a verse las caras muchas veces en pruebas de primer nivel aunque para desgracia de Mimoun para él quedaba siempre el papel de la sombra de Zatopek. Sucedió así en los Juegos Olímpicos de 1948 en Londres en los que Mimoun (la gran sorpresa de aquella cita) fue segundo en la final de 10.000 metros tras Zatopek y también en 1952 en Helsinki donde el francés le acompañó en el segundo cajón del podio tanto en los 5.000 como en los 10.000 metros. El checo era inabordable.

En 1956 Mimoun llegó a Melbourne dispuesto a competir en la maratón olímpica donde también estaba anunciado Zatopek. Ya tenían 35 y 34 años respectivamente y sus mejores días como atletas habían pasado. Para el francés era su primera prueba de 42 kilómetros y su rendimiento era toda una incógnita aunque él y su entrenador sabían que había realizado largas sesiones con excelentes resultados. Zatopek llegaba poco después de ser operado de una hernia y sus posibilidades también eran mínimas. El 1 de diciembre, la fecha prevista para la carrera, hacía un calor salvaje en Melbourne que anunciaba una carrera de supervivencia entre los cincuenta atletas que se encontraban en la línea de salida. Mimoun estaba feliz. Aquella mañana había recibido un telegrama en el que le anunciaban que en París acababa de nacer su primera hija. Corrió entusiasta a comunicarle la noticia a sus compañeros de equipo y sobre todo Zatopek.

Como se esperaba la carrera fue una locura. La temperatura pronto se fue por encima de los treinta grados y los corredores empezaron a pasar verdaderas calamidades. Mimoun siempre viajó en el grupo de cabeza que se formó a los pocos kilómetros. Zatopek no tardó en descolgarse aquejado de diferentes problemas. El francés, poco después de pasar la mitad del recorrido, se queda solo en cabeza. Casi sin querer. La carrera se había convertido en una prueba de extrema resistencia y los rivales iban desfalleciendo poco a poco. El calor les abrasaba. Mimoun corrió con un pañuelo blanco en la cabeza con el trataba de frenar un poco el efecto del sol. Los últimos diez kilómetros fueron un verdadero tormento porque no veía el final de aquella carrera interminable. Tampoco veía a los rivales, no tenía referencias y desconocía si en algún momento aparecerían por sorpresa para levantarle su hipotético triunfo. Pasadas dos horas y veinte minutos, Mimoun entró en el estadio de Melbourne y levantó los brazos exhausto. Ya era campeón olímpico. Tras él un rosario de cadáveres que llegaban a la meta como buenamente podían. Zatopek lo hizo en sexto lugar. Estaba desorientado, con la mirada perdida, sin saber qué había sucedido. Mimoun se acercó a él y le dijo: "Emil, ¿no me abrazas? Soy campeón olímpico". A la leyenda checa se le iluminó la cara en ese momento. Deseaba la victoria de su amigo casi tanto como la suya y se dieron entonces el abrazo que el francés siempre calificó como "más importante que la propia medalla de oro". Ese día decidió llamar Olimpia a la niña que acababa de nacer en París.