Con cinco años, mi hija mayor me pidió que la llevara a ver un partido del Dépor en Riazor. Sus compañeros de clase despertaban en la pasión futbolera y a ella le picaba la curiosidad. Allá fuimos, a un Deportivo-Murcia en la primera de las dos últimas travesías por Segunda División. La diversión le duró lo que duraron las pipas, treinta minutos. Después, se sentó en mi regazo y arrancó una letanía de incontables "¿cuánto falta para que termine, papá?". Solo despertaba del letargo para girarse cada vez que un aficionado, detrás de nosotros, vociferaba insultos contra todo lo que se movía en el campo: el árbitro, los linieres, los jugadores del Murcia, los del Dépor y Riki, sobre todo contra Riki. Unos meses después, insultos similares los escuché en otro foro bien distinto, en un cumpleaños infantil, en boca de niños que acostumbran a ir a Riazor. Y, cómo no, había recados para el Celta, aunque allí, celeste, no era ni la tarta de cumpleaños.

La imagen de Iago Aspas en la celebración de sus dos goles al Deportivo este domingo en Balaídos besando el escudo del Celta y elevando la vista mientras ponía caras a los aficionados coruñeses que seguían el partido en la grada reproduce malsanos vicios y conductas poco edificantes en torno al fútbol. Muchos de sus protagonistas son espejos en los que se miran los niños, desde adultos que se barbarizan en la grada a jugadores que son más felices restregando el gol a los aficionados rivales que disfrutándolo con sus propios seguidores.

La primera celebración de Aspas contra la hinchada blanquiazul pudo haber sido un error; la segunda supuso una provocación innecesaria, muy diferente a los sanos vaciles entre aficionados de Celta y Dépor después del partido, que esta vez nos toca sufrir a los deportivistas. Los insultos que hubiera podido recibir desde la grada blanquiazul no justifican su acción, como tampoco su celebración podría haber amparado y servido de argumento a una reacción violenta del otro lado. Al menos, reconforta que Aspas, al finalizar el partido, intentara reconducir la situación: "Si alguno se sentía ofendido, pido disculpas".

La trascendencia del fútbol en la sociedad, capaz de paralizar ciudades inmóviles ante dramas como el desempleo, traslada a los jugadores la responsabilidad de ser ejemplos de conducta en su vida pública porque son ídolos de sus aficiones y modelos para los niños. No se buscan santos para las delanteras y las porterías, por supuesto, sino futbolistas que ayuden desde el terreno de juego a atajar esa violencia, verbal en la inmensa mayoría de los casos, que rodea este deporte-espectáculo-negocio.

El ejemplo lo tenemos en la semana previa a cada uno de los últimos derbis, con mensajes de concordia entre clubes, encuentros amistosos de entrenadores y jugadores de ambos equipos, e incluso bromas que ayudan a restar la desmesurada trascendencia que alcanza un partido de fútbol, como la que el propio Aspas hizo la semana pasada: "¿Si me sale un hijo del Dépor? ¡A la batea a trabajar!". En la mano de los protagonistas del fútbol y en la de todos los aficionados está que todo este trabajo previo no sea aniquilado en noventa minutos de pasión.