Seedorf volverá a sonreir y dirá que el Dépor está muy bien, que él siente que la victoria está cerca, que hay que creer. Mentiras, ensoñaciones, las que lleva transmitiendo ya algún tiempo. Su equipo, que habla por él, no para de contradecirle, de mostrar que el holandés vive en una realidad muy diferente a la que enseña su grupo, con unas hechuras innegables de Segunda. Un conjunto muerto, a la deriva, sin pulsaciones. Cero intención ofensiva y análisis de los rivales, un fallo decisivo en ataque, un error defensivo que lo tumba a la mínima y otra vergüenza más a balón parado en la segunda mitad para terminar de condenarle cuando mínimamente se atisbaba una remontada. Nada de nada. O mucho cambia todo o Seedorf y el Dépor están más que amortizados. El que pensó en traerlo ya le puede quedar la cabeza descansada. Un error de miles este año. Llegará el fin de semana y los rivales darán vida. Todo buen aficionado, por un segundo, volverá a creer. De ilusiones se vive, pero sobre todo de realidades. Y la del Dépor le señala el camino de una nueva división, de una reconstrucción.

Como todo debió haber ido bien, Seedorf decidió no tocar casi nada después del empate en Riazor ante el Eibar. Solo la apuesta obligada por Rubén y la elección propia de incluir a Pedro Mosquera. Renovaba su confianza en futbolistas como Albentosa y Andone, los dos que más habían errado en ambas áreas hace unos días. Ideas fijas. También las tuvo para insistir en un rombo, que le impedía buscar superioridad en bandas (el abc ante un 4-3-3) y en el que había futbolistas a contrapelo. El más claro ejemplo, Celso Borges. Como siempre, el Dépor renunciaba a jugar la pelota y abusaba casi por decreto de las patadas a seguir. Tampoco sufría en esos primeros minutos, porque los rivales saben que los partidos ante los blanquiazules acaban cayendo por su propio peso. El Girona empezó al ralentí. Era el típico partido de los coruñeses que intentan vaciarlo de contenido para imponerse en un desequilibrio de sus hombres de ataque. Pero, claro, además de no jugar, ni son ferreos atrás ni hacen la diferencia adelante. Una medianía que no conduce a ninguna parte. Una máquina de perder.

El equipo catalán, sin alardes, es todo precisión. Bascula, mueve la pelota de lado a lado, siempre en el medio de las líneas de pase cuando defiende... No estaba siendo su mejor día, pero cuando lo tienes todo tan interiorizado sale más fácil hasta en la noches a medio gas. El Dépor estaba la espera. Sujeto pasivo en el arranque de un duelo en el que pronto fue golpeado. El Girona solo necesitó un centro lateral y un par de desatenciones defensivas para que media oportunidad se acabase convirtiendo en un remate a placer de Stuani y el 1-0. Nada nuevo. Error en su área. Solo faltaba otro más en la ajena; pronto llegaría. Un guion mil veces repetido.

La respuesta del Dépor al primer gol fue durante muchos minutos nula. Son muchos golpes, ya ni siquiera le piden al equipo que juegue al fútbol, su rival tampoco animaba a venirse arriba. Un fantasma anímico y futbolístico. Durante ese momento y en todo el encuentro, el único faro ofensivo fue Lucas. Bajaba la pelota, daba pases, desequilibraba con más o menos acierto. El único. Hasta Adrián está fuera de combate. El panorama era infame hasta que el Girona le cedió algo de terreno en los últimos minutos y los coruñeses empezaron a tocar la pelota. La tuvo en ese momento Andone, volvió a fallar. Hay cosas que no cambian.

El descanso pareció reactivar al Dépor. Un par de carreras, una combinación que, al menos, no hacía apartar los ojos de la pantalla. Otro clásico. Poco duró de nuevo ese espejismo. Cinco minutos y ni media ocasión y los catalanes ya se habían sacudido ese dominio. Pronto se niveló el duelo y llegaría el desequilibrio definitivo. Otra falta lateral a una distancia infinita que fue coser y cantar para el Girona. Juanpe hasta pudo guiñar el ojo a la cámara para la foto. 2-0, el Dépor estaba hundido.

Quedaba más de media hora y poco había que jugar, que disputar. El Dépor quiso dar la impresión de que no se rendía, Lucas seguro que no lo hizo. Todas sus acciones demostraban rebelarse ante lo acontecido. No le secundaban ni sus compañeros ni el fútbol ni nada. El equipo catalán olía la sangre y no renunciaba a golear. No pudo. Cayó Bóveda y Seedorf, como al inicio del partido, demostró poca cintura en los cambios. No es influyente ni antes ni durante ni después de los partidos. Solo sonríe y manda mensajes que ya nadie cree. El encuentro terminó de morir lentamente con Emre Çolak en el banquillo y Pedro Mosquera de central. Renuncia al fútbol, renuncia a todo, renuncia a salvarse.