El punto de partida hay que buscarlo en la que entonces era la capital de la moda: París. Cuentan que el sultán de un país de las mil y una noches reunió un día a toda la corte para dirimir la contienda entre los tres pretendientes a la mano de su bella hija. Les dijo que la entregaría al que le ofreciera el objeto más maravilloso. El primer candidato presentó una alfombra mágica que volaba por el aire. El segundo le ofreció una manzana que curaba todas las enfermedades. "Majestad -dijo el tercero-, mirad por este telescopio". El sultán lo hizo y vio un palacio de hierro y cristal, tan suntuoso y bello que exclamó: "Oh, voila la merveille, tú mereces la mano de mi hija". El palacio era el edificio del Bon Marche, en París, y la historia venía en un folleto publicitario de este gran almacén de finales del siglo XIX. Por aquella época, los grandes almacenes parisinos que han llegado hasta nuestros días, Au Bon Marche, Printemps, La Samaritaine y Galerías Lafayette, eran ya imponentes edificios por donde pasaban diariamente miles de personas. Émile Zola les dedicó una de sus novelas, Au plaisir des dames, inspirándose en la historia del primero de ellos, el Bon Marche, y en la rivalidad entre su dueño, Arístides Boucicaut, y el de Printemps.

Los inicios de la vida profesional de Arístides Boucicaut fueron semejantes a los de otros muchos hijos de pequeños comerciantes de provincias que marchaban a París en busca de mejores oportunidades. Entraban como dependientes en una tienda soñando con el día en que podrían independizarse y montar su propio negocio. Así lo hizo Boucicaut, hasta que, en 1852, pudo comprar, con la ayuda de un socio, un modesto comercio que transformó en un magasin de nouveautes. Este tipo de tiendas, que por entonces florecían en París, se diferenciaban de las tradicionales en su mayor tamaño y en que ofrecían una gran variedad de mercancías, pero estaban a años luz de un gran almacén. La inspiración para dar el salto que revolucionaría el comercio parece ser que le vino visitando la Exposición Universal celebrada en París en 1855. Miles de personas deambulaban por los inmensos pabellones curioseando las mercancías expuestas. ¿Por qué no construir una tienda que fuera una exposición permanente?

París, durante el Segundo Imperio, era una cantera permanente de obras. Bajo la dirección del prefecto Haussmann se abrieron grandes bulevares y avenidas, y se construyeron fastuosos edificios, como el de la Ópera. Boucicaut no desaprovechó la oportunidad, compró un terreno de 52.000 metros cuadrados y, en 1869, encargó la construcción de su sonada tienda a G. Eiffel, que aún no había diseñado la famosa torre, pero que ya era conocido como el mejor especialista en edificios de hierro y cristal. La disposición arquitectónica estaba pensada de acuerdo con la filosofía del gran almacén, en abierta ruptura con la tienda tradicional. Amplias puertas permanentemente abiertas, en contraste con la pequeña puerta que hacía sonar la campanilla cada vez que un cliente entraba. Ventanales luminosos y espaciosas salas donde las mercancías estaban expuestas a la vista, con el precio marcado.

La fijación del precio, una de las novedades mas señaladas del gran almacén, no pretendía atraer la atención con precios más baratos, sino evitar el chalaneo. Los grandes almacenes no se dirigían a una clientela popular ni buscaban destacar por precios bajos. La solemnidad de las escalinatas y las alfombras, el buen gusto de la decoración, la atención esmerada, todo estaba pensado para subrayar que eran lugares de lujo y elegancia. En un confortable salón de lectura, donde estaba permitido fumar, los caballeros aguardaban que sus esposas, acompañadas de un sirviente para recoger los paquetes, terminaran la visita. La democratización de los grandes almacenes no se produjo hasta los años 50 y 60 del siglo XX, cuando la sociedad de la abundancia los convirtió en lugares interclasistas.

Innovaciones que perduran

El Bon Marche, y a parecido ritmo sus rivales, fue introduciendo una serie de elementos que han quedado como señas distintivas de este tipo de comercio. La posibilidad de devolver la mercancía aparece ya en sus primeros anuncios publicitarios. Disponía también de entrega a domicilio. En 1890 contaba con quince furgones de distribución que realizaban cuatro servicios al día. Despertaba la atención con ventas extraordinarias. La de la ropa blanca, precedida de una gran campaña publicitaria, tenía lugar a principios de febrero, y en ella se triplicaban las ventas habituales. A finales de julio se realizaba otra campaña para liquidar los stocks, y, al llegar septiembre, se montaba una rentree fastuosa con la exposición de los nuevos modelos.

En 1910 trabajaban 5.670 empleados, contando todo el personal, desde los mozos de descarga a las costureras que realizaban los arreglos, y era la empresa de mayor empleo de París, hasta que en los años 20 fue superada por Renault y Citroën. Varios cientos de vendedores y vendedoras, correctamente uniformados y distribuidos estratégicamente, atendían a los clientes. Detrás de su exquisita amabilidad se escondía una extrema tensión suscitada por el imperativo de vender. Trabajaban a comisión, y, en los días punta, podían doblar el parco salario, pero esto provocaba continuas fricciones con los jefes de sección y entre los propios trabajadores. Zola, que, para escribir la novela antes citada se informó ampliamente, pinta un ambiente poco halagüeño, enrarecido por las envidias y los favoritismos. M. Miller, en su documentada historia de la empresa, rebaja el tono tremendista del novelista, pero confirma que la vigilancia y las sanciones a los empleados eran habituales. Cualquier queja de un cliente insatisfecho podía suponer el despido.

Para contrarrestar este ambiente, la empresa ofrecía medidas de carácter protector, raras en la época. Madame Boucicaut, esposa del fundador, era hija de padre desconocido, había sido vendedora en un pequeño comercio y, según parece, el recuerdo de sus antiguas tribulaciones la llevaron a fomentar una política de tipo paternalista (maternalista, habría que decir). Cuando todavía no existía legislación al respecto, se guardaba el puesto de trabajo a las mujeres que se ausentaban por maternidad. Con dinero de la empresa se constituyó un fondo de pensiones para que las mujeres se pudieran jubilar a los 45 años con el salario completo. En el hospital que la empresa donó a la municipalidad de París, los empleados tenían asistencia gratuita. En fin, una serie de beneficios nada desdeñables para su tiempo.

A la muerte de su esposo, en 1877, y de su único hijo tres años más tarde, Madame Boucicaut tuvo que hacerse cargo de la empresa. Formó un triunvirato de gerentes con las personas de confianza de su esposo y constituyó la empresa como sociedad comanditaria. Conservó un paquete importante de acciones, y el resto fue repartido entre directivos y allegados a la empresa, aunque se reservaba la opción de recompra si estos deseaban venderlas. En las sucesivas ampliaciones de capital, las acciones siempre se ofrecían al personal de la empresa con las mismas condiciones. Este modelo en el que la familia y personas de la empresa mantenían el control fue imitado por los otros grandes almacenes. Se quería evitar a toda costa que accionistas externos pudieran desvirtuar el esprit maison, el espiritu de la casa (en esto, como en otras muchas cosas, se observan similitudes con el comportamiento de El Corte Inglés).

La historia de los otros grandes almacenes, creados con poca diferencia de tiempo, difiere poco de la del Bon Marche. El fundador de Printemps (1865), J. Jaluzot, había trabajado como jefe de sección en el Bon Marche, y la esposa del fundador de La Samaritaine (1870), la señora Jay había sido vendedora en el mismo almacén. La creación de Galerías Lafayette (1894) es algo posterior, pero puede decirse que, al igual que sus predecesores, siguió los patrones establecidos por el Bon Marche. Un aspecto común a todos ellos es que, a pesar de que tuvieron que hacer fuertes desembolsos para la construcción de los edificios, recurrieron muy poco al crédito bancario y nunca con endeudamiento a largo plazo. Se valieron de una curiosa figura, los "interesados", personas particulares que les prestaban el capital y que luego se convertían en asociados de la comandita o se les devolvía el dinero (recordemos que Ramón Areces construyó el primer Corte Inglés con dinero prestado por su amigo César Rodríguez). El horror al endeudamiento, típico del tendero tradicional, perduró en ellos incluso cuando ya eran personas ricas.

El epicentro de los grandes almacenes estuvo en París, y su eclosión está ligada al mundo de la belle époque, cuando la ciudad marcaba las pautas de la moda y era el destino obligado adonde los nuevos ricos americanos viajaban cada año para hacer sus compras. Pero rápidamente surgieron imitadores en otras grandes ciudades. En 1882 comenzó a construirse en Londres el majestuoso edificio de Harrods, símbolo de la elegancia de la época eduardiana, retratada de forma magistral en la escena de las carreras de caballos de Ascot, en la película My fair lady. De la misma época es Bloomingdale, en Nueva York. Los grandes almacenes no estaban concebidos como cadenas, ya que esto hubiera desvalorizado su capital simbólico como referentes de la moda capitalina, pero, más adelante, con la democratización del consumo, algunos extendieron su presencia a otras ciudades. Para comprar en Harrods, no obstante, sigue siendo necesario ir a Londres.

Los almacenes populares

Paralelamente al desarrollo de los grandes almacenes, grandes magazines o department stores, dirigidos a un estrato social con recursos, surgieron, en Gran Bretaña y los Estados Unidos, otro tipo de comercios orientados a las clases populares, llamados retail companies o discount stores. En Gran Bretaña, el origen de este tipo de tiendas con precios bajos que vendían alimentos, objetos de limpieza y ropa, estuvo en la Cooperative Wholesale Society, una cooperativa de las Trade Unions que, en 1864, reunió las 1.465 pequeñas cooperativas de los sindicatos centralizando la gestión. En 1914, su volumen de ventas doblaba el de la cadena americana Sears.

El éxito de esta empresa abrió los ojos de algunos avispados comerciantes. Entre la clientela rica de los grandes almacenes y la obrera de la cooperativa, cerrada a los socios, había un amplio espacio ocupado por familias de recursos medios susceptible de ser captada. Calidad, buen precio, y nada de elegancias, pero sí un discreto toque de respectability, imprescindible para ser aceptadas por las clases medias británicas, ése era el secreto. Tiendas serias y de confianza donde la esposa del párroco pudiera comprar su mermelada para el té sin tener que soportar el olor a bacon de las tiendas dickensianas. La concepción de los nuevos comercios difería por completo de los grandes almacenes.

En lugar de edificios grandiosos en el centro de la ciudad, tiendas de tamaño medio diseminadas por los barrios mas populosos. En lugar de abundancia de mercancías superfluas, una oferta restringida de bienes necesarios. Y, por supuesto, una notable diferencia en los precios. La primera de estas cadenas se remonta a 1869 y fue creada por James Sainsbury de una forma modesta, con tres tiendas. Pero ya en 1880 era conocida en todo Londres, y en 1920 disponía de 176 establecimientos. Durante un siglo, Sainsbury fue líder en el sector de la alimentación, y supo adaptarse a los tiempos con la creación en 1950 de los supermercados. Una trayectoria parecida ha sido la seguida por los populares almacenes de ropa y alimentación, Mark and Spencer, los primeros en introducir, hace unos ochenta anos, la venta de marcas propias, con el nombre de St. James. No hay nada nuevo bajo el sol, y menos aún en márketing.

En Estados Unidos, los almacenes populares recibieron el nombre de almacenes de five and dime, de cinco y diez centavos, algo así como todo a cien. El iniciador de esta modalidad, en 1870, fue F. Woolworth. Según cuentan, el joven Woolworth, que era dependiente en un comercio de Utica, un día le pidió al dueño que le dejara liquidar los restos de stock. Alquiló un destartalado almacén, puso las mercancías en dos montones, unas a cinco centavos y las otras a diez, y a las ocho de la mañana abrió la puerta. A las ocho de la noche había vendido todas las existencias. Se dedicó entonces a comprar en las fábricas los stocks acumulados (devueltos, defectuosos) y los vendió con el mismo éxito en las tiendas de su hermano y de cinco amigos. El pequeño grupo se constituyó en sociedad, y la cadena Woolworth comenzó una carrera imparable, manteniendo la filosofía de comprar en origen mercancías de baja calidad para reventar los precios. En 1911 poseía en Estados Unidos 586 establecimientos. A juzgar por la información gráfica, los establecimientos Woolworth de la primera época eran locales con aspecto de bazar, al estilo de los stores de las películas del oeste, donde se amontonaban pantalones vaqueros, botas, sombreros, camisas y, cómo no, cartuchos de caza. Posteriormente se fueron modernizando y embelleciendo, sin quitarse nunca de encima el aire cutre que era la marca de la casa. Centimito a centimito, F. Woolworth se convirtió en una de las primeras fortunas del país. Con su dinero personal y pagado a tocateja se construyó en 1912 el edificio Woolworth, el más alto de Nueva York hasta la inauguración, en 1930, del edificio Chrysler.

Los almacenes populares tuvieron dos momentos de singular crecimiento. El primero fue, y tiene su lógica, durante la crisis de los años 30. Ante las dificultades económicas, una parte de la clientela de los grandes almacenes se pasó a los más baratos. Conscientes de lo que estaba ocurriendo, Printemps y Galerias Lafayette crearon Prisunic y Monoprix, y la Rinascente, el gran almacén italiano, creó UPIM (único prezzo) al estilo de las cadenas de descuento. Un nuevo movimiento de expansión se produjo a finales de los años 50 con la implantación del autoservicio y del pago a la salida, una modalidad que rebajaba los costes de personal y permitía precios aún más baratos. Fue la época dorada de los supermercados que empezaron a declinar con la aparición de los hipermercados.

Las grandes superficies

Edouard Leclerc, considerado como el inspirador de los hipermercados, nació en la Bretaña francesa y estudió en el seminario. Un dato en apariencia irrelevante que, sin embargo, destacan todos sus biógrafos. La vocación apostólica del seminarista perduró en el empresario y le llevó a convertirse en apasionado predicador de un nuevo tipo de comercio que tenía como piedra angular la defensa de los consumidores. A Leclerc, propietario de un comercio familiar, le escandalizaban los elevados recargos que sufrían las mercancías desde el lugar de producción hasta el cliente. Por doloroso que fuera para un pequeño comerciante reconocerlo, la solución estaba en que el mayorista vendiera directamente al consumidor. Los primeros hipermercados de Francia, creados por Leclerc, eran centrales de compra ubicadas en enormes hangares a la salida de las ciudades a los que tenían acceso directo los consumidores. A pesar de lo inhóspito del paraje, el atractivo de precios un 30 % mas bajos les hizo tener un enorme éxito. Leclerc, llevado de su celo apostólico, recorría Francia promoviendo su idea y animando a los pequeños comerciantes de las ciudades que visitaba a fermer la boutique e integrarse en su empresa. En una de sus conferencias, o, más bien, mítines, que terminaban en acaloradas discusiones, uno de sus oyentes pensó que mejor que unirse a Leclerc o combatirle, sería imitarle y superarle. Así fue como M. Fournier, aliado a D. Defforet, creó la empresa Carrefour y, en 1963, abrió en St. Genevieve-des-Bois, junto a París, el primer hipermercado de la hoy conocida multinacional. Un poco más tarde, otra pareja de socios, los Halley y los Duval-Lemmonier, crearon la sociedad Promodes, y, después de trabajar unos años unidos a Carrefour, en 1972 abrían el primer hipermercado propio con el nombre de Continente (al cabo de treinta años se volverían a unir Carrefour y Continente).

Ninguno de los cuatro mosqueteros estaba muy versado en la materia, por lo que decidieron viajar a Dayton (Ohio), donde la National Cash Register, NCR, interesada en la promoción de un tipo de negocio donde el cajero es el rey, había montado unos cursos. La estrella era un tal Bernardo Trujillo, considerado el primer espada mundial en el tema de las grandes superficies. Las tres reglas de oro del hipermercado -que aquí transcribimos como él las enunciaba- se resumían en: 1) No parking, no business, 2) Crear islotes de pérdidas en un océano de ganancias, y 3) Que la fiesta no decaiga. En su aparente simplicidad, los consejos denotaban perspicacia sociológica y psicológica. El aparvamiento no era una comodidad ofrecida a los clientes, sino algo consustancial al hipermercado.

Los hipermercados no eran sólo una forma de vender más barata, como los almacenes populares, sino una forma de comprar diferente que respondía a los cambios sociológicos, sobre todo de carácter urbano, que comenzaron a producirse en la década de los 70. La imagen de las grandes ciudades rodeadas de barrios obreros y ciudades dormitorio (los famosos cinturones rojos) dio paso a urbanizaciones donde se instalaban familias de clase media con recursos que desertaban de la ciudad. El híper, situado en los lugares de salida de estas conurbaciones, respondía a los nuevos hábitos de compra de esta forma de vida (abastecimiento semanal con compras masivas). El aparcamiento no sólo era conveniente para aparcar, sino también imprescindible para cargar.

Trujillo recomendaba también saber perder dinero en un océano de ganancias. Con ello quería indicar que hay que provocar schocks de oferta, promociones como se dice en el argot de la tribu, vendiendo productos sin margen de ganancia para atraer a la gente, porque, una vez dentro, el bendito comprador siente la necesidad compulsiva de llenar el carrito. Esto había que hacerlo no una vez, por Navidad o en época de rebajas, sino permanentemente. La fiesta no puede decaer, el circo tiene que ofrecer el más difícil todavía, más barato aún, vengan y vean.

El éxito de Carrefour y Continente impulsó, en Francia, el nacimiento de otras cadenas: Auchan (Alcampo), Cora, Mamouth, Casino, y exasperó a los pequeños comerciantes. La política francesa ha sido siempre muy sensible a las protestas de los agricultores y comerciantes, de manera que no se hizo esperar una ley, la ley Royer, que limitaba la expansión de las grandes superficies. La única forma de crecer era mediante la adquisición de otras y la salida al extranjero. Continente y Carrefour (Pryca) están ampliamente implantadas en Europa -especialmente en España- y Suramérica y han terminado por fusionarse. Pero se les resistió el mercado de los Estados Unidos, donde se habían expandido con gran fuerza KMart, Home Depot, Target, y, por encima de todas, Wall-Mart.

El fenómeno Wall-Mart

Wall-Mart comenzó en 1962 con un modesto supermercado en la localidad de Betonville (Arkansas), y es hoy la cadena más importante del mundo. En el año 2004 contaba con 5.000 almacenes distribuidos por diversos países (un 80% en los Estados Unidos), 1.500.000 empleados (mal empleados y peor pagados) y realizó 300.000 millones de dólares en ventas. Los analistas que han estudiado su trayectoria en busca de las claves del éxito tienen que reconocer que, cuando Sam Walton, el fundador, comenzó a construir su imperio ya estaba todo inventado: las compras masivas a los proveedores, la rápida rotación de los stocks, las rebajas, el autoservicio, los cajeros automáticos, y el aparcamiento. No parece, pues, que haya aportado alguna novedad importante a la gestión comercial, a excepción de dos cosas: A) Una intensa utilización de las tecnologías de la información, con las que consigue la transmisión instantánea de órdenes a almacenes separados por miles de kilómetros, y B) Una aplicación brutal (hay que decir las cosas por su nombre) de los métodos habituales para obtener precios bajos, a saber, la extorsión de los trabajadores y los proveedores.

El éxito de Wall-Mart está estrechamente ligado a la aplicación de los reaganomics, con su correlato de desregulación laboral, y a la legitimación de políticas antisociales propagada por los ideólogos neoliberales. Aquí también los datos son elocuentes. Según unos estudios realizados por la Universidad de Berkeley, los salarios de Wall-Mart eran en 2004 un 23% más bajos que los del resto de hipermecados, y no digamos que los de la industria. La tasa de precariedad en la industria del automóvil estaba en un 10%, en los servicios en un 24%, y en Wall-Mart superaba el 50%. Como consecuencia de ello, más de un 25% de las familias de los empleados tenían que recurrir a los servicios médicos para indigentes, ya que no podían pagarse una póliza ni la empresa les ayudaba a ello.

Dicho más claro, el Estado paga lo que Wall-Mart se ahorra, compitiendo deslealmente con las empresas que no son tan neoliberales pero pagan lo que deben. No es de extrañar que sus intentos de penetrar en Europa no hayan prosperado. Ha conseguido implantarse en Gran Bretaña, desmantelada socialmente por el thacherismo, pero se ha tenido que retirar de Alemania, donde le obligaban a cumplir la ley. Wall Mart representa la esquizofrenia del modelo de la oferta llevado a las últimas consecuencias: la redención del consumidor a costa de la superexplotación del productor. Como decía el del chiste ("madrecita que me dejen como estoy"), por favor, que no bajen más los precios.

M. Miller: 'Au Bon Marché'. S. Courage: 'La verité sur Carrefour'. N. Lichtenstein: 'Wall-Mart'