Las nuevas exigencias de capital garantizado que el Banco de España ha anunciado que impondrá a las entidades de crédito suponen el golpe definitivo al sistema de cajas de ahorro que ha funcionado en nuestro país desde hace más de 175 años. Todas, de grado o a la fuerza, solas o en compañía de otras, tendrán que transformarse en bancos para recapitalizarse. Es cierto que las cajas son en estos momentos el eslabón más débil de nuestro entramado financiero y el que más dudas proyecta sobre España en los mercados internacionales. Pero la pregunta es si era necesario matar al enfermo para sanarlo y si se han medido las consecuencias a medio y largo plazo de una política tan drástica.

Las cajas no nacieron porque sí. Lo hicieron en el primer tercio del siglo XIX, hijas de los Montes de Piedad que habían surgido un siglo antes, para rescatar de la usura y dar una oportunidad a una clase media casi siempre amenazada y a una clase baja sin esperanza alguna de progreso. Y también, de la mano de los liberales de la época, para canalizar el ahorro que esos segmentos de población, pese a todo, eran capaces de producir, y reinvertirlo en su propio territorio, generando riqueza y contribuyendo a su redistribución.

Fueron, pues, un elemento de progreso y de cohesión, y lo han seguido siendo durante casi dos centurias. No sólo por el capital invertido por sus obras sociales (casi 1.800 millones de euros en 2009), sino sobre todo, como han señalado en los últimos meses los pocos especialistas y articulistas que se han atrevido a clamar en el desierto, por su innegable vocación de atención a las pequeñas empresas, a los pequeños ahorradores, al señor y a la señora de la libreta, al deporte minoritario que carece de otra posibilidad de ayuda, a la cultura local... A tantas y tantas necesidades que sólo entidades con fines sociales, y no únicamente con la obligación de elevar al máximo sus beneficios, podían atender. ¿Quién lo va a hacer ahora? ¿El mercado a su libre albedrío, con su implacable lógica de la rentabilidad?

Es cierto que el mecanismo se había pervertido. Que las cajas, con la permisividad del Banco de España, el mismo que ahora arremete contra ellas sin asumir responsabilidad alguna en su situación, se habían acabado convirtiendo en entidades esclavas de los caprichos políticos, con consejeros que en la mayoría de las ocasiones no obedecían en sus decisiones más que a las consignas de los gobiernos que los habían promovido al cargo y con directivos que en muchos casos, por salvar la cabeza, se jugaron todo a la ruleta rusa del boom inmobiliario. Pero resulta que son éstos, políticos, consejeros y directivos, los que, salvo raras excepciones, mejor parados van a salir de esta operación de liquidación por derribo, mientras el sistema de crédito local echa el cierre sin haber merecido ni un plan de reconversión ni tan siquiera un debate digno de tal nombre en el Congreso de los Diputados que garantizara al menos que ese "dividendo social" al que antes nos referíamos no se va a perder, en perjuicio de los más débiles.

Al contrario, Zapatero y Rajoy pactaron un funeral en el que, por no haber, no hubiera ni responso. Es lógico: otra cosa les hubiera obligado a reconocer que fueron sus partidos, durante años, los que asaltaron las cajas hasta quebrarlas.