. stos días han sido peliagudos en lo económico. Un cúmulo de datos negativos augura meses ominosos por delante. Los expertos pronostican una segunda recesión sobre Europa, cuando apenas está repuesta de la primera. Las agencias rebajan la solvencia de varias comunidades autónomas y de los principales bancos. Por su parte, la UE presenta un plan para recapitalizar todas las entidades financieras, mientras Grecia reconoce que ni con ayuda extra cuadra sus cuentas. El FMI, las grandes potencias e inversores cualificados reclaman a la Comisión Europea que haga algo, y pronto. Y no es que la crisis sea interminable: ocurre que combatirla con la intensidad que requiere tiene costes terribles y cada cual espera que sean otros quienes los paguen.

Las negras perspectivas alcanzaron esta semana tonos dramáticos. "Hagan algo, y háganlo ahora", llegó a clamar el pasado martes el multimillonario George Soros, en representación de 1.300 empresarios y expolíticos, para que la UE estabilice la eurozona. Soros, un especialista en especular en situaciones así, hizo fortuna hundiendo la libra esterlina. Pero, aunque provenga de un personaje tan interesado, la advertencia merece consideración. Estamos sentados al borde del precipicio. Y España en particular, por la deuda de las autonomías, señaló también estos días alguien menos sospechoso y cínico como el presidente de la Comisión Europea, Durao Barroso.

Tres años de recesión han puesto en evidencia las imperfecciones de la construcción europea, su complejidad y la actual orfandad de liderazgo, hasta situar el proceso en una disyuntiva crucial. O avanza, con lo que implica de renuncias, cesiones y pérdida de las respectivas soberanías nacionales, o salta por los aires, con los sobrecostes brutales que ello entraña. Eso es lo que se cuece y ningún líder plantea abiertamente. El euro es una realidad política, pero no económica. No está respaldado por una estrategia fiscal común y responde a costes laborales diversos, productividades diametralmente opuestas y desequilibrios estructurales divergentes, que lo debilitan. En los años dorados de la borrachera, propició la ficción de que un español pudiera creerse tan pudiente como un alemán y gozara de la barra libre del dinero barato. A la primera ola, zozobró.

Cómo va a transmitir la UE sosiego y confianza a los mercados, con sus movimientos perezosos, erráticos y contradictorios? Proclama que el pago de los desmanes no recaerá sobre el contribuyente y hace copartícipes del mismo a los bancos, a los que luego por detrás apuntala con dinero público. Inventa unos test de estrés para reforzar la credibilidad de sus entidades financieras, que la mayoría aprueba con nota y, a los pocos meses, propone volver a recapitalizarlos. Exhibe como garantía fondos multimillonarios y los nutre con la contribución de países insolventes o al borde de necesitar la ayuda que ofrecen, como Portugal. Riega de dinero a Grecia y, ni aún así, Atenas puede cumplir sus objetivos o devolver un chavo, lo que equivale a lanzar millones a un pozo sin fondo. Promover remedios imposibles es una rara manera de infundir confianza y respeto.

Las decisiones importantes quedan aplazadas a pasado mañana, cuando eran urgentes para anteayer. Es por ello que necesitamos líderes que se anticipen a los problemas, no que ganen tiempo. Lo sabemos en España. Hace cuatro años no había crisis, decían, y ya vemos en la que estamos inmersos. Hace cuatro años teníamos el sector financiero más sólido del mundo y al saneamiento de las cajas de ahorro hay que añadir ahora, en una segunda tanda, el de los bancos.

Incluso la situación de los países más estables, como Alemania y Francia, comienza a degradarse en una espiral sin fin, en el que los mismos problemas -la deuda, el crédito, el anémico crecimiento- reaparecen cada cierto tiempo, pero un escalón más abajo. Juegan en la plaza, en un autoengaño, a que la cornada se la lleve otro. Así, cuando hablan de poner más dinero para rescates, protestan los ricos de Europa, que no quieren financiar a los que consideran vagos periféricos. Cuando diseñan una UE a dos velocidades, con los poderosos por un lado y los torpes fuera del euro, las quejas son de los necesitados, temerosos de quedar para la eternidad en galeras. Cuando predomina la tendencia de quebrar a Grecia, chilla Francia, cuyos bancos invirtieron de forma irresponsable en deuda helena. Cuando sugieren crear eurobonos, brama Alemania, que los considera una tentación para los despilfarradores, por la tranquilidad de que alguien cubrirá la factura. Cualquier solución entraña riesgos y desgastes, beneficia a estos y perjudica a aquellos. Pero es mejor que no buscar alternativas, o instalarse en la impostura permanente y la parálisis.

Escribía Galbraith, en su Historia de la Economía, de flamante reedición: "He aquí otra gran constante de la vida económica: cuando se trata de elegir entre el desastre definitivo y las reformas conservadoras que podrían evitarlo, lo más frecuente es que se opte por lo primero". Más nos vale que esta Gran Recesión se convierta en la excepción aunque, con la inhibición observada hasta el presente, tenga más apariencia de desastre.