Portugal aprobó el pasado jueves una lotería estatal insólita. La llaman "La factura de la suerte" y va a repartir importantes sumas y coches de lujo. Para participar, he aquí lo original, los ciudadanos no deben de comprar boletos sino mostrar cada semana las facturas que hayan abonado por cualquier servicio, desde comidas en restaurantes, a recibos de la luz o del teléfono. Cuanto mayor sea la cantidad acumulada, más cupones reciben para el sorteo. Es una peculiar manera de estimular las remuneraciones legales que revela hasta qué punto, casi cómico, ha llegado la desesperación de los lusos por combatir la economía sumergida. Les sobran razones. El equivalente a un 25% del PIB portugués se mueve en dinero negro.

España todavía gana por un punto al vecino ibérico, según el último de los cálculos conocidos. Unos 253.000 millones de euros anuales (el 26% del PIB nacional) escapan en este país al control del fisco, 14.150 millones en Galicia. La riqueza generada por este tipo de actividades paralelas creció un 33% desde 2008. Somos los campeones de la "caja B". La sociedad y los dirigentes parecen asumirlo como un hecho natural e inevitable. Entre los muchos cambios de mentalidad que necesitan arraigar en la digestión de las experiencias de esta dolorosa crisis, la intolerancia con los defraudadores debe figurar de los primeros.

Algunos expertos aseveran que con seis millones de parados -la cuarta parte de la población activa- sólo la llamada "economía informal" explica que no se hayan producido revueltas populares. La comprensible desesperación de muchas familias, empujadas a buscar recursos para su supervivencia por cualquier vía, no puede justificar tanta indiferencia ante unas prácticas que están adquiriendo magnitudes descomunales y con las que al final perdemos casi todos.

Los alemanes o los suecos tampoco son perfectos. El tesorero del partido de Angela Merkel, canciller tenida por símbolo de la rectitud, fue implicado esta semana en un caso de ocultación de bienes. La diferencia radica en que allí quien asume estos manejos queda marcado y aquí recibe casi tratamiento de héroe. La mitad de los españoles son benevolentes con las trampas fiscales, según reflejan las encuestas. Y las multitudes acuden a los juzgados para vitorear a deportistas o cantantes que evaden sus fortunas. Al margen de la dureza extrema de la recesión, hay un poso cultural y de valores en todo esto, el de un país que eleva a virtud la pillería y toma por lelo a quien renuncia a la argucia que le beneficia.

Si las sumas movidas hoy en Galicia bajo manga en compras sin IVA o desembolsos en negro pasasen a tributar, la comunidad incrementaría como poco su recaudación en 3.537 millones de euros. Lo que cuesta mantener cada año la sanidad y aún sobrarían 139 millones. No es para tomarlo a broma. ¿Quién resulta damnificado? El conjunto de los gallegos, que ve peligrar su estado del bienestar pudiendo en realidad sostenerlo con holgura y dispararse el paro por la competencia desleal de los ventajistas. No existe país o región viable de esta manera.

Los contribuyentes cumplidores, los grandes sacrificados, tienen que soportar una doble condena: por abajo, la de quien sumerge sus ingresos, y, por arriba, la del poderoso que apura los recovecos para eludir la acción de la Agencia Tributaria. Lo llevadero y lo justo sería compartir el esfuerzo y la carga en las responsabilidades comunes. Estafan a la comunidad los chollistas y también algunos profesionales liberales o las grandes corporaciones que trasladan beneficios a lugares opacos y utilizan para sus ingenierías financieras estructuras al filo de la ley.

Por si fueran pequeñas estas disfunciones, un sistema de impuestos confiscatorio, farragoso, poco equitativo y unos políticos corruptos y dilapidadores en nada colaboran para mantener alta la moral de los ciudadanos diligentes. La salida no está en decidirse a actuar a la sombra o en amparar socialmente comportamientos semejantes, sino en atemorizar a quien campe a sus anchas, para que le salga carísimo esconder patrimonio, y erradicar las ineficacias burocráticas, los gravámenes injustos, los abusos y los privilegios.

El gasto público en España es inferior a la media europea, pero para el uso que le dan los gobernantes habrá quien lo considere excesivo. Lo paradójico es que gastando menos ni el gobierno central, ni los autonómicos, ni los ayuntamientos son capaces de cuadrar sus cuentas mientras los de otras naciones con mayores necesidades sí lo hacen. Y aquí cuanto más suben los arbitrios, menos se recauda. Una endémica falta de "conciencia fiscal" tiene mucho que ver en el desfase. Una administración bien llevada y liberada de castas extractivas facilita la vida al administrado, le brinda oportunidades y le aporta esperanza. También requiere de un nutriente adecuado pero, igual que cuando nacía la fiscalidad moderna del país a la par que la democracia, Hacienda tenemos que volver a ser todos y no sólo unos cuantos, los que carecen de escapatoria. Los justos no deben pagar más por los pecadores.

Los contribuyentes cumplidores tienen que soportar una doble condena: la del chollista que escamotea sus ingresos y la del poderoso que apura los recovecos para eludir la acción de la Agencia Tributaria